sábado, octubre 25, 2008

Bosque de sangre -- Cuento

No hay nada más terrorífico que la oscuridad y aquella noche sin luna todo era oscuridad y silencio, ni siquiera se escuchaba el pasar del viento entre las hojas verdes de los viejos árboles que ocultos dentro de aquella espesa negrura parecían acallar los crujires de sus ramajes, de sus troncos. El único sonido que se escuchaba era mi respiración agitada, y el latir de mi corazón en mis sienes sudadas por el cansancio y el esfuerzo de caminar y caminar a través del bosque. Mis ojos se habían acostumbrado a la poca luz que había, pero apenas se distinguían unas cosas de otras, las formas. Todo era sombras quietas, licenciosas a la imaginación, además la incertidumbre de pisar, de qué pisar, cómo hacerlo, no había camino marcado ni senda, había salido a caminar antes del atardecer hacia el lago donde me quedé dormido bajo el tibio rayo del sol; apoyado en un tronco, acariciado por la suave brisa con la canción de las aves primaverales que se mostraban y llamaban a los machos para que se acerquen y las besen y las pisen de distintas maneras, como la naturaleza manda. No sabía ni que hora era, la oscuridad es amiga de la incertidumbre, de la ignorancia, la falta de luz a los que no somos aptos, nos entierra en una inseguridad profunda de la cual es imposible sobreponerse sin sentir que el corazón necesita escaparse de nuestros cuerpos y salir corriendo hasta encontrar un lugar seguro dónde parapetarse del ataque de cualquier bestia feroz, de cualquier espíritu salvaje, de algún truco de nuestra nerviosa psique que crea realidades cuando la verdadera realidad, no existe.
Cuando uno siente miedo, todos los sentidos se sensibilizan, incluyendo la imaginación, quien es tal vez, en estos casos nuestra peor enemiga. Tal vez es por esto que a las tres horas de estar perdido dentro de aquel espeso y silencioso bosque donde apenas podía distinguir la punta de mi nariz de cualquier otro bulto, es que escuché tras de mi el crepitar de unas hojas secas quejándose al ser pisadas. Tuve en mi espalda un escalofrío que me recorrió toda la espina, temblé por dentro y sentí las piernas aflojarse. Quise creer que era mi mente jugándome una mala broma y comencé a repetir el padre nuestro en voz baja, tal vez buscando un apoyo divino, una protección que viniera del más allá, una seguridad que no existía dentro mío. Tal vez sólo buscaba que mi imaginación se focalice en otra cosa que no fuera en nada que proviniera del exterior. El sonido se acalló y mi corazón dejó su loco latir de lado, pero aún sentía en la piel el escozor de la sentida sensación, la adrenalina fluyendo, tal vez por eso estaba más alerta que nunca... volví a escuchar el ruido, pero esta vez sobre mi cabeza, muy cercano a mi. Sin pensarlo eché a correr, desesperado, corría tan rápido que las piernas no parecían responder las órdenes de mi alterado e inconstante cerebro que no podía controlar siquiera las lágrimas que escapaban de mis ojos y caían por mis mejillas. Por correr desesperadamente, me perdí aún más dentro del bosque cerrado, claro que una vez perdido perderse más suena a redundancia, pero llegué a un lugar distinto, sin árboles, sin hierba, sin estrellas, sin nada a la vista. Sentí en el estómago una suerte de vértigo, una sensación de caída hacia la nada y mientras caía, sobre mí una figura más oscura aún que la oscuridad que me rodeaba se abalanzaba y me penetraba el pecho, llevándome hasta el fondo del abismo a una velocidad inconmensurable. Sentía mi pecho arder, mi cabeza daba vueltas confundida, la sangre que corría por mis venas se sentía como fuego y todo mi cuerpo sufría una sensación de estar prediéndose fuego, era espantoso, tremendamente doloroso, para que se entienda el dolor parecía tener gota, pero no en el dedo gordo del pie, si no más bien en todo el cuerpo. Comencé a sentir en la punta de la nariz una picada, luego otra, mis ojos comenzaron a lagrimear y aquella bestia oscura sin forma penetró por mis ojos haciendo reventar mis globos oculares, todo el líquido de estos me mojó la cara y grité, grité desesperado y ardido de dolor, y entonces también aquella imagen entró por mi boca y arrancó mi lengua, sentí que me atragantaba con mi propia sangre roja, tibia y espesa, el sonido era acallado por el líquido y casi no podía respirar. Recuerden algo, toda caída tiene un fin, no existe el pozo sin fondo. Si tienen suerte en una caída puede que no sea muy alta y no mueran, o puede que su corazón no resista tal sensación y reviente antes de llegar al piso... pero éste no fue el caso, esta vez no fue así. Caí desde no sé que altura con los globos oculares destrozados, con la boca hecha jirones por dentro, sangrando. Caí a una velocidad increíble contra una fría roca, sentí todos los huesos de mi cuerpo estallar en mil pedazos y mis órganos vitales desvanecerse en una explosión que los volvió polvo. No les puedo explicar la hermosa sensación que tuve cuando la oscura figura se retiró de mí, la paz que sentí en ese segundo que tuve de vida antes de morir y poder desdoblarme de mi carne y ver mi cuerpo como gelatina tirado en el fondo de vaya Dios a saber donde.
Dicen que al morir uno ve una luz la cual llena el alma y el espíritu de uno de paz y tranquilidad, pero yo no, yo solo aprecié mi cuerpo hecho gelatina sobre la roca, rodeado de miles y miles de esqueletos destrozados y cuerpos secos o aún en descomposición. Sangraba por todas partes, destrozado, diezmado, asesinado por el terror de una noche sin luna y una figura sin forma más oscura que aquel bosque, donde los árboles licenciosos ahora dejaban escurrir el viento entre sus hojas, donde acomodaban sus raíces haciendo crepitar su madera para llegar bien profundo bajo tierra y así absorber la sangre que salía de aquella montonera de cuerpos sin vida donde el mío estaba.

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