En la plaza del centro
de un sin sentido pueblo
las viejas ayas susurran sus penas
las intercambian queriendo
(tal vez creyendo)
que así el pesar que cargan
hace tantos años en sus espaldas
pase a retiro y en el olvido
se desvanezca por arte de magia.
Sus pasos perdidos
sus cabezas gachas
sus labios agrietados
y sus polvorientas palabras
resuenan huecas entre las ramas
de los árboles grises por secos,
entre los rosales necios
que a pesar de un aletargado otoño
se porfian en florecer.
Así es como, los irreverentes niños,
a pesar de las desdichadas viejas
no dejan sus correrías y griteríos
haciendo retoñar los árboles arrepentidos
y deshojan las atrevidas rosas
que se animaron a salir antes de tiempo.
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