Él nunca habría elegido el cobijo de una caja de cartón ni el asfalto frío como colchón; si por él fuera, estaría frente a un hogar con leños crepitantes, mirando el espectáculo de las llamas danzantes.
¿Será que cuando algunos nacen, Dios duerme y nunca se entera de su existencia?
Una mañana -tal vez de otoño- Víktor entendió que la vida era como la colilla de un cigarrillo ya fumado. No sólo inútil, era basura. Basura que contamina aquello que toque; y esa contaminación podría durar miles de años, aún siendo un pedazo miserable de nylon prensado envuelto en papel de biblia.
Entendió lo pequeña que era su existencia y el cáncer que causaba a la humanidad.
Un par de zapatos pasaron apresurados por delante de su rostro, esquivando un charco de agua, esquivándolo también a él, como si fuera un pedazo de mierda.
La humanidad es aún más pequeña, pensó.
Giró sobre su espalda y miró cómo su alento, transformado en vapor de agua, se evanecía entre las estrellas infinitas brillando apenas en un cielo eterno que envuelve al planeta y a una incontable cantidad de indistintos sistemas solares.
-Soy un átomo del todo... somos, una molécula finita con principio y fin que está a punto de extinguirse por destruir el lugar en el que vive; como un parásito microscópico que destruye el organismo huésped con tal de sobrevivir un rato más. Somos pequeños... pequeñitos; íntimamente pequeñitos.- jadeó apenas mirando el charco recordando que tenía sed.- A pesar de serlo, sólo somos capaces de generar enormes problemas.
¿Puede Dios todopoderoso generar una piedra que él mismo no pueda levantar? ¡Qué sentido tiene! Eso ya lo hemos hecho nosotros mismos.
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