Bueno, renuncio. Renuncio al modo mediocre de seguir adelante; renuncio al miedo del no te metas, renuncio a la mala manera al equívoco necio, a la mala praxis, a la falsa honestidad y a la honestidad brutal también renuncio. Renuncio a la estupidez, a la inteligencia y a todas las reglas y aparatos de medición existentes sobre la tierra.
Renuncio al falso amor, a la falsa idolatría, a las religiones y a escoger un color entre todos los colores. Renuncio a la hipocresía y a los hipocráticos, a los hipódromos, a las hipodérmicas y a la hipocondría. Desdeño, desde ya y para siempre, al desdén y a la fatiga, a la mala templanza, a la mala leche y también a la desconfianza. Disgrego y separo lo que creo malo de lo bueno, y sentado en lo más alto del trono al que el ego me permite llegar, meo todo lo que se encuentre por debajo de mi cintura, incluyendo mis pies, y río... río desencajado y poseído como si mi espíritu anduviera endiablado por el exceso de necesidad corriendo por las venas. Y al fin y con suerte me libro, tal vez sin querer, al libertinaje más libérrimo y me interno sin porques en el lugar más lúgubre y oscuro del alma mientras corro desnudo y en círculos en el laberinto que en mi mismo he creado. Tal vez mañana todo haya pasado y mi ego me permita estar de vuelta, en el mismo trono, o lo más seguro que tal vez sea en otro, donde desde un nuevo lugar me permita decir y decidir cualquier barbaridad sin el menor tipo de tabú, ni desvergüenza, como si acá, nada hubiera pasado.
Al fin y al cabo, cuando la parca llegue vestida con su habitual vestido negro, nadie recordará el por qué de mis palabras y menos aún, el color de mi alma al desaparecer.
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