Es domingo, la ciudad está gris, húmeda y solitaria, bajo los árboles apenas vestidos, viejas hojas se arremolinan y se agolpan sin sentido girando presas del viento que las rodea y nos rodea. Es una linda hora para salir a caminar y que la garúa bañe apenas, quitando de a poco las mugres que deja la tristeza.
Todos los domingos tienen ese dejo de no sé que, esa parcela de amor olvidada, esa rememoranza de nadas que consecutivas se persiguen los talones como una estigma. Las familias se juntan y sonríen al mediodía, antes que llegue la tarde llena de torta frita y mate caliente. Se espera siempre con impaciencia a que el día lunes tome la posta, aunque resignados esperamos el inexorable cambio, tratamos de no darnos cuenta del como la hora avanza hacia el momento de las brujas.
Después de las burbujas de la noche en que todo el movimiento se asió en el pensamiento y en los pelos revueltos del recuerdo, sin quererlo, ni darse cuenta, salir a caminar... con las manos hundidas en los bolsillos y la cabeza metida entre el cuello erguido del gamulán que protege y abriga. Hace un frío de volverse loco a pesar de estar en una de las primaveras más florecientes, bajo los árboles; las hojas siguen arremolinándose y la ciudad está húmeda y gris. Esto es lo que pasa en los domingos, indudablemente, uno se entrega al deja vu meláncolico y se entrega en la monotonía de pensar y sentir que ahora, que dios descansa, todo está en nuestras manos. Será cuestión de esperar un par de horas más y que en el calendario, un día le pase la posta al otro y así volver a la rutina, y olvidarse un rato que la vida es algo más que eso que pasa mientras nosotros nos desesperamos en vivirla.
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