Nunca son fáciles las despedidas, por eso se miraban a los ojos y entre lágrimas se sonreían como si fuera tal vez la última vez. Sus besos sabían a sal y distancia. En el fondo de su alma estaban seguros que lo que el destino separaba solo la porfia lo reúne. Se buscaban con sus manos y sus dedos, se acariciaban esperando el pitido del tren que los alejaría de una buena vez. Sentían las ansias, la necesidad de que ya partan cada cual por su lado para no ver más como su otra mitad se desbarrancaba en un dolor profundo del alma. El reloj parecía no pasar desapercibido y les dejaba tiempo de sobra para que entre mimos se jurasen y explicarán todo el amor que se sentían y tenían, en ambos pechos los corazones galopaban inconscientes y desbocados, al mismo ritmo, al mismo son, tumbaban y retumbaban en la misma frecuencia, se hablaban entre los pechos que se apretujaban por los brazos que parecían no querer soltarse. Inexorable sonó la campana del tren, el vámonos del guarda retumbo en la vacía estación donde los pocos pasajeros que esperaban subían grises a los furgones donde nadie los recibía, andaban por los pasillos ciegos buscando sus asientos y camarotes. Sus brazos seguían abrazándose con fuerza, querían retenerse, quedarse un instante más perdidos e inmersos en el fuego de ese amor que parecía encenderse cada vez más y más, donde ni la distancia y el tiempo los separaría.
-Es hora de partir- le dijo el guarda a ella tironeando apenas de su brazo. El posó su rostro enjugado en lágrimas sobre su rostro frío e innerte mientras el pitido del tren ya sonaba comatoso y un médico posaba su cálida mano sobre el hombro y le daba su más profundo pésame.