miércoles, agosto 29, 2007

Callate Gallina! -- Cuento

Lo miró con los ojos enfermos e irritados al tiempo que le gritaba "callate gallina!" y un soplanuca volaba certero para sacudirlo de cuerpo entero y dejarle el flequillo de sombrero. Se cayó la boca, es cierto, pero sus ojos hablaban más que un millón de bocas.
- Y no me mirés así tampoco. Mierda! - Las manos le temblaban, confusas en su actuar por el mar de sensaciones que lo inundaba, soñaba despierto en ponerse de pie y revolearle tal piña que para qué te cuento. Era mucho más joven que él aunque no estaba tan bien entrenado, ambos tenían un físico dantesco, trabajaban cargando las bolsas que hiciera falta cargar, en el puerto, en la granja, en la mina. En cualquier lugar donde hubiese bolsas ellos tenían trabajo.
Qué ganas de cagarlo a trompadas, después de la muerte de Jacinta todo esto se había vuelto insoportable, su relación tensa y sus reacciones violentas de siempre, aunque claro, sus destellantes ojos llenos de furia ahora, no podían vislumbrar la no diferencia entre lo que era él antes y lo que es el presente. A decir verdad siempre tuvo esa forma particular de decir y hacer las cosas, esa brutalidad innata, esa agresividad adquirida, no maldad, solo tal vez, una falta natural evolutiva, un eslabón perdido entre el mundo de las cavernas, y el actual. Le costaba aceptar que antes de Jacinta todo era igual a diferencia que ella estaba. Jacinta contenía, Jacinta abrazaba y cocinaba unos guisos de puta madre, no esa col hervida con gusto a pedo que se tenía que llevar obligatoriamente a la boca por que si no le gritan callate mierda, o qué?!, o no me mires así o le dan con esa manaza tosca, pesada y mal aprendida en la nuca. Como comprender al pedazo de bestia ese que tenía por padre, cómo no hacerlo, por qué no hacerlo. Jacinta le decía, que su padre era bueno, bruto si, un montón de bruto, pero bueno y con un corazón de alfalfa, motivos por los cuales Jacinta siempre perdonaba cualquier falta, ella entendía que en su tosquedad la maldad no existía, que cuando quería acariciar raspaba porque la piel de sus manos era áspera de tanto trabajar con ellas. Que cuando abrazaba sacaba el aire por la fuerza descomunal que poseía en los brazos. Que cuando hablaba sus palabras eran directas, tan directas que parecían un témpano con hielos fríos y cortantes, pero en sus ojos, su mirada destellaba, tenía calor en su modo de mirar, era bueno y coperativo, nunca pedía porques, tampoco los daba. Las cosas son como son y nadie es nadie para preguntar o contestar, hay que hacer, y lo hecho, hecho está. Así es su filosofía y así vivía desde siempre, comía lo que había en la mesa puesto sin chistar siquiera, tal vez por la infancia infinítamente pobre que no le ofreció nada de regalo, donde las comodidades eran vistas desde atrás del cristal de la casa de electrodomésticos, desde la vereda, donde podía ver los partidos de fútbol, las carreras o los dibujos animados. Claro que todo esto lo sabía Jacinta y Jacinta se llevó la biografía de su marido a la tumba sin nunca contar nada de nada sobre el pasado de su padre, ese pasado que lo había hecho, formado y conformado como el tipo de persona que con el tiempo aprendió a ser, a hacerse, a conformarse con lo que tenía él y lograr para los demás, aunque claro, su hijo, veía todo desde sus propios ojos, distinto, tal vez por la ignorancia de lo que había detrás de la historia que él había vivido en carne propia. Un padre bruto, callado, poco demostrativo y ausente en casi todos sus tiempos, en la primaria, en el jardín, en su primer partido de fútbol. Con su enorme tamaño sentado siempre a la cabecera de la mesa, estoico, pétreo, silencioso, con la mirada atenta a todo, hundiendo la cuchara bien profundo en el plato sopero y llenando la cuchara con el guiso, la sopa, el puré o lo que fueran a comer, masticar callado siempre escuchando el reporte del día que Jacinta le daba con santa paciencia y devoción, una sola vez dejó de mascar para carraspear y tragar con cierta dificultad, fue la vez que ella habló de su enfermedad y el tiempo que le quedaba con ellos. No hizo más que eso, no derramó ni una lágrima, ni siquiera se le ocurrió, si toda su vida tuvo la obligación de ser fuerte aún más lo fue en ese momento donde la familia sería él y su fruto, su más tierno amor y orgullo, al que veía hecho un hombre que de cuando en vez luchaba contra lo que no le parecía justo, contra la maldad, contra la mentira, Jacinta había educado al pibe de tal manera que era un hombre hecho y derecho, con buena predisposición al prójimo; sólo era cuestión de chiflar para que el pibe esté, al pie del cañón, brindándose siempre sin esperar nada, pero nada, a cambio; para una navidad lo encontró pidiendo más tiempo libre para su padre y eso lo conmovió tanto que esa navidad solo trabajó mediodía y se lo quedó mirando como jugaba en la calle, desde el lado de adentro de la ventana, con el corazón henchido de orgullo al ver que entre cuatro le daban flor de zurra por haber tratado de ayudar a un chiquito de la vuelta que siempre era atormentado por esos cuatro grandulones que le daban tunda sin piedad. No derramó ni una lágrima y no dijo nada cuando volvió a la casa, no habló de las piñas recibidas, ni las patadas, ni los rasguñones, ni escupidas. No dijo nada, ni siquiera se lamentó de algún dolor en algún lado, y mirá que estaba todo moretoneado, pero ni un ay le salió de su boca inflamada. Su hijo ya era un hombre y no sabía cómo demostrarle su amor a otro hombre, solo sabía estar cerca, seguir trabajando para ganar dinero y poder vivir dignos y sentir el honor de que cada noche pueda servirle, lo que en su más tierna infancia fuera su plato preferido, coles hervidas sin sal, ni aceite.
Se miraron sin querer en un cruce de miradas, ambas se entibiaron al encontrarse en la mitad del espacio aéreo que los unía, les tembló el alma, en silencio, sin tiempo, se quedaron, mirándose uno y otro, uno en otro, uno con otro. Padre se puso de pie, tomó dos vasos y una botella de grapa, sirvió los vasos destapó la grapa.
- Tomate una, gallina, ya sos todo un hombre.- se la clavaron de un solo trago, mirándose a los ojos, brindando tácitamente por Jacinta, que aunque no estaba a la mesa, estaba sentada junto a ellos uniendo sus corazones.

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