viernes, julio 07, 2006

Charcos Rojos -- Cuento

Ernesto Ediondo pataperreaba por las calles de Praga, oculto tras una mirada altivamente sumisa a los designios callejeros del destino, su ropaje de piel poco abrigo le ofrecía, ..."el invierno es cada vez más crudo mientras más al norte o al sur uno vaya"..., cerró los botones de su abrigo desde las rodillas hasta que quedó de una sola pieza, miró con desconfianza a uno y otro lado, pensó, sin quererlo, en todos los agentes secretos que podrían estar esa misma noche (en esa u otra esquina), haciendo cambiar el curso de la historia del mundo en ese u otro momento; el que bien conoce Praga, bien conoce el submundo del secreto; Ernesto Ediondo poco conocía Praga...y el submundo del secreto había olvidado quién era Ernesto Ediondo. Silbó el viento su triste solo invernal; un vahído, una baldosa mal encajada al suelo, el tropiezo.
Una resaca de ron y martinis recorrían el agitado cerebro paranoico de Ernesto Ediondo, una suerte de espuma vapor salía de su boca en cada exhalación de oxígeno que con frío buscaba un lugar donde refugiarse (dónde mejor que dentro de uno); entró en un bar, casi con desconfianza, con la cabeza gacha con miedo a que alguien lo mirase de tal o cual forma que podría llegar tal vez a molestarlo, los gruñidos y las malas miradas, los alaridos como ladridos retumbarían por los cielos más rasos al piso, se acercó a la barra sin querer llamar mucho la atención, entre elegantes y sensuales piernas se fué adentrando más y más en la horrible fonda, llegó, subió de un salto sin esfuerzo a la banqueta jirafa, posó sus manos sobre el mostrador y sin sacarse los guantes de piel le ordenó al barman un whisky doble, el barman sirvió el whisky y quedó de frente a Ernesto con el maxilar inferior por el piso, Ernesto lo miró, golpeó con fuerza y rabia la madera de la barra, ladró un par de órdenes y el cantinero asombrado, le dejó el vaso delante suyo; el licor secaba la sed pero Ernesto ni sabía por qué había pedido eso, ahora, a esa hora, realmente le placía más un plato de leche a un bife término medio tirando a crudón, bebió un sorbo más de whisky y echó a rodar el vaso por sobre la barra, cayó al suelo redondo y se rascó el lomo con la pata, una suerte de pulga se le subió al ojo y mordió al cantinero quince centímetros abajo del ombligo, no era natural ese tipo de reacciones en Ernesto pero tampoco lo era el estar en Praga disfrutando de una alegre persecuta y charcos rojos por doquier asinados en las calles como árboles en la calle Marcelo T., en medio de la tortuosa capital de su país navidad, al fin y al cabo la historia es siempre la misma, una copa, que por torpeza, se vuelca y del costado de la mesa lo que el mantel no absorba, gotea gota vino, gota sangre, gota suspiro de amor corazón puro roto a patadas por una tierna amante, el cantinero, tomándose los no genitales con más charcos rojos y en el piso una suerte de hombre perro, una extraña razón de perro hombre; cualquier excusa es buena si el fin está en brindar como amigos, pero el mejor amigo del hombre es el perro, pero el hombre no es el mejor amigo del perro, ¿cómo se explica eso?.
Dos gendarmes, entraron blandiendo sus redes al aire sin importarles que era lo que tenían que atrapar, se llevaron dos gatos que poco cobraban, un mariposón en decadencia, una vieja estela o de nombre similar y al cantinero por demostraciones obscenas en la vía pública, obsecuentemente la consecuencias son las mismas que las causas que lo causan y Ernesto siguió paseando lo más chocho por las calles de Praga bebiendo de cada uno de los charcos rojos al costado del cordón, el de la vereda por supuesto, su vista se tornaba más roja e incansable y sus tres colores favoritos desaparecían para poder dar lugar al infrarrojo, el extra large notó que su chaleco no tenía la misma cantidad de bolsillos que antes, por consiguiente volvió al bar para encontrar que su abrigo seguía aún colgado del perchero donde él lo había dejado, en silencio musitó una breve can-ción, en can-on y after time, turn it on, moviendo el trasero se fué coqueto bajando por el boullevard hasta la avenida, donde sin mirar al cruzar, causó estragos a cuanto auto sin bocina pasase, y el que la tuviere que la toque; realmente no le importaban las bocinas, como los tantos charcos rojos, tantas manos limpias, tantos cerebros sin tapa, tanta mierda sin inodoro ..."si dios tirase de la cadena"... se decía a sí mismo, y lo más triste, era en sí, que estaba seguro de lo que a él mismo se decía. Charcos rojos en la acera y un hilo sangre que no da puntadas, "tal vez si el charco se coagula tengo suerte y me hago una buena morcilla a la vasca, lástima ser perro". Pensó. Lástima ser perro, dijo.

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