Mis mañanas emulan ser todas iguales y ojalá lo fueran. No tiene importancia si me despierto con qué pie o, si los perros me pidieron salir a orinar antes de que amanezca o, si mis hijos se acostaron, o no, con fiebre; sin embargo esta cuestión del azar no tiene que ver con la desigualdad de mis mañanas, esta tiene más que ver con el ánimo del día que tendré por delante; si es lunes, por ejemplo, la mañana agobia desde temprano, es sentir que estoy de pie frente a la montaña de la semana que se yergue delante mío, y creo -sinceramente- que ese comienzo pareciera nunca tener un fin en concreto. Nadie piensa en el viernes cuando empieza la semana, bah… sí se piensa en el viernes, se lo ve como un anhelo inalcanzable y casi imposible; por tanto, uno se dedica a poner dos cucharadas de café (en vez de una) en una taza un poco más grande que las demás e inyectársela directamente en el cerebro para tratar que la cafeína se meta de una en nuestro sistema nervioso central y nos haga sentir que estamos vivos y, cargados de adrenalina siendo que no nos importe el qué y mucho menos el cómo estemos.
Miércoles y jueves son días puente, la marea de la locura laboral y las interminables horas han quedado atrás como la barca de Moana deja detrás las altas marejadas y a la alta mar se aboca. Quedan tras de mí las más bravías olas laborales y, por lo tanto, puedo despertarme cuando me plazca a pesar de que mis perros, siempre antes del amanecer, me insisten en su necesidad de salir a orinar.
Los viernes, son la suma de la pesadilla del lunes y del martes, no me basta con saber que ese día es el preludio al fin de la semana, al descanso, al ocio, a la montonera de trabajos desprolijos y aburridos (en su mayoría) que fueron juntándose durante la semana. El viernes siento que empiezo más temprano que nunca, si bien es la misma hora, tengo toda la semana pensando sobre mi espalda y mis ánimos que si bien son altos, están pesando distintas estrategias para desparramar la energía y que esta me alcance al terminar el día; así tal vez pueda tomar alguna birra mirando como el cielo va perdiendo el color y perderse en un laberinto de estrellas.
Las mañanas de los sábados -y del domingo-, no son mañanas, son extensiones de una noche que nunca termina ni que nunca empieza; y que al llegar al lunes, me recuerdan, que la vida no es más que un puñado de arena colgando de un calendario que culmina cuando se paga el alquiler.