No sabía por qué estúpida razón, pero muy a pesar de su intuición estaba fuera de su casa, caminando por la calle de tierra, rodeado de árboles podados con pequeños retoños verdes. Aún en su cabeza seguía sonando el Ave María cantado por María Callas que sin querer escuchó de un auto que pasó cerca con la ventanilla abierta. El conductor del auto era un hombre mayor, de rostro ceniciento y manos estropeadas por el tiempo, él estaba seguro que un topo en la superficie podía ver aún más cosas que ese viejo conductor, tal vez por eso fue que suspiró aliviado al verlo seguir de largo y que tal encuentro no pase a cosas mayores que simplemente un prejuicio sin sentido. Maldita María Callas y su voz de ángel, aquella bella melodía la cual no podía sacar de adentro de sus sienes, daba aún más vida a ese pensamiento gris, triste y apocalíptico que le había susurrado a su intuición, hoy no salgas de casa.
Cada paso que daba sentía que se acercaba más y más a su destino final, a ese lugar en que la bestia vestida con su color más lúgubre canta cartón lleno y con una sonrisa y una lágrima, pronta a resbalar, se despide inmisericorde.
Cada paso que daba sentía que se acercaba más y más a su destino final, a ese lugar en que la bestia vestida con su color más lúgubre canta cartón lleno y con una sonrisa y una lágrima, pronta a resbalar, se despide inmisericorde.
Tal vez el morir escuchando el Ave María lo llevase en forma directa al cielo, sin escalas ni juicios, tal vez el Ave María, era una premonición de lo que su intuición gritaba firme dentro de su pecho, pero él, mas por necesidad que por necedad, tuvo que hacer oídos sordos.
Claro que igualmente trataba de limpiar su conciencia de pensamientos negativos, él creía que si uno cree, sucede. Por lo que si vamos a elegir en qué creer, el hombre inteligente decide creer cosas hermosas... aunque algo en él no era hermoso, algo en él era oscuro, y a pesar de querer creer con todas sus fuerzas en la claridad y la buenaventura, siempre en algún lugar, una sombra acechaba, una sombra fría, solitaria, que ni para el descanso servía.
El canto de un ave carroñera sonó en el cielo como un mal agüero, firme a su clara necesidad, pensó primero en qué cuerno saben las aves sobre los agüeros... aunque también, firme en su natural oscuridad, quién más que un ave puede anticipar el ataque de una fiera a su presa en tierra firme.
Por si acaso, miró para un lado y para otro, asegurándose que nada sucediera, que nadie lo esperara en alguna sombra oscura y fría y lo soprendiera como solo sabe sorprender la muerte.
Las notas del Ave María seguían sonando en su cabeza, hasta pareciera que la naturaleza bailara al son de la música que aunque hermosa, se volvía un canto a la muerte, al miedo y a la desesperación.
Quedó silencioso contemplando la libertad del ave al volar, suspendida en el cielo como si fuera de Dios la marioneta, y la bella voz del ángel aún sonando en sus oídos, las nubes pasando suavemente sobre un cielo esplendoroso lleno de magias y misterios, y el angelical sonido de las notas que subían y bajaban le empujaban desde lo más profundo del alma lágrimas de emoción.
Quedó silencioso contemplando la libertad del ave al volar, suspendida en el cielo como si fuera de Dios la marioneta, y la bella voz del ángel aún sonando en sus oídos, las nubes pasando suavemente sobre un cielo esplendoroso lleno de magias y misterios, y el angelical sonido de las notas que subían y bajaban le empujaban desde lo más profundo del alma lágrimas de emoción.
Trémolo ante tanto estímulo, estupefacto ante la fervorosa demostración que Dios da al ser humano segundo a segundo, cayó de rodillas al suelo y cubrió su rostro con sus dos manos. El llanto salía de tan profundo que no podía detenerlo, sentía estar camino hacia ese lugar del que nunca debió haber salido, se sentía pleno... cada lágrima que escapaba le lavaba el miedo terrorífico que había sentido, cada sollozo liberaba a su carne de la culpa de estar vivo, cada nota nueva que entonaba el ángel, él sentía estar más y más cerca de Dios.
El pobre viejo bajó de su automóvil, pateó un par de veces esa cosa tirada sin ver bien de que se trataba, a pesar de acercarse hasta estar a menos de un metro, no podía distinguir que era eso que se había llevado por delante. Claro, pobre viejo, hace tiempo que una catarata lo iba dejando paulatinamente ciego y por falta de dinero y obra social no se había podido operar. Se encogió de hombros pensando que no era nada, que tal vez, sin querer, había golpeado un saco de papas que alguien dejó allí por error y sonrió susurrando: ¿Sería por esto que sentía que no tendría que salir de casa yo hoy?