Hay veces que puedo desdoblarme de mi mismo, y verme, y me veo como si estuviera desde el otro lado de la vidriera, y yo fuera un maniquí, o una estatua de cera en un museo, o como si mi vida presente fuera una película a la cual de cuando en vez me acostumbro en ver, y entonces comprendo las cosas que me rodean, y en cierta forma me entiendo un poco más a mí mismo como una persona, como un ser, común y cualquiera cómo lo somos todos para los ojos ajenos que sin querer nos espían día tras día. Quién soy? Soy yo, soy este que todas las mañanas me sonríe desde el otro lado del espejo. Aunque a veces me cuesta darme cuenta de quién soy realmente, si este o aquel que gentilmente me devuelve la sonrisa antes de lavarnos los dientes. Trato de no caer en el existencialismo de quién soy, de qué soy, o cuál es el lado del espejo que me corresponde. Trato de no pensar en eso, esos pensamientos me trauman, me secan la boca, confunden mis formas, mis maneras, mi entención del mundo interno al que rodea y conforma tanta realidad, y que muy a pesar de eso, sabe brillar en una irrealidad y caos absolutos, donde no importa el color de las hojas de los árboles, donde no importa ni llama la atención que el cielo haya quedado bajo mis pies mientras una sensación de libertad ligera me aliviana el peso de la espalda, y me obliga por momentos a verme, sentado allí, como un ente, frente a una máquina silenciosa que echa humo y se desperdicia, tal vez sin quererlo, en un montón de sensaciones que a fin de cuentas, deberían tener el mismo valor a nada. Porque cuando me desdoblo no pienso en mí (tal vez por esa libertad ligera que me libera de mí mismo), no pienso en casi nadie de los que conozco... digamos que en esos momentos soy yo aquella máquina sulfurosa de sesaciones, y me dedico a creer, a pensar, en todo eso que normalmente siento ajeno, como el color de las hojas de los árboles.
En esos momentos logro ser hoja, y sabés qué? En ese instante en el que soy hoja, no me importa el color que tengo, no importa a que árbol o especie pertenezco, simplemete soy una hoja. Una simple y delicada hoja a merced del viento y sus caprichos, por lo que me dedico a cumplir mi función de manera específica, primaria y me esfuerzo con tanto ahínco que me olvido de ese personaje que encerrado dentro de una caja humea dejando de lado tantas cosas que no deberían tener mayor importancia, como esas hojas de los árboles que bailan al son del viento en las afueras de esta caja donde ese que quiere ser yo, pierde su tiempo en una u otra manera.
Y yo... cuándo soy yo? Donde empecé a ser yo o cuándo dejé de serlo? Eso no tiene importancia, eso me seca la boca, me confunde, me trauma. Por lo que cuando aparece en mí esa necesidad de saber qué soy en este momento, me desdoblo y me respondo, pues en este momento soy una hoja, el reflejo de mí mismo que me mira y me sonríe antes de lavarme los dientes y se queda esperando todo el día, hasta la mañana siguiente para verme, mirarme a los ojos y encontrar allí el por qué de todas esas sensaciones encontradas, y a veces, solo a veces, me sumerjo en mis ojos que me miran y me penetran en lo más profundo de mí mismo, y me llevan a ese lugar mágico que nada tiene que ver con la realidad, donde los pájaros corren bajo mis pies y el mundo, esa sensación tan íntima y a la vez tan lejana, me liberan del individuo pero me apresan en el ser. Qué ser? Pues ser quién soy, o quién quiero ser, o quien pienso ser. Y me tomo de la mano (cuando las tengo) y me llevo de paseo por cada uno de los rincones que se han formado entre tanta estructura que de a poco y por necesidad fui formando, con paciencia, con aciertos, con tristezas y necesidades.
La clara resultante es que soy un manojo de necesidades, por lo que formo estructuras para después romperlas sin ningún tipo de apego, y así volver a empezar desde otro escalón, al que llegué de alguna manera después de haber roto lo que hube construído. Es por eso que soy un manojo de necesidades, porque al desdoblarme me encuentro con que no soy ni lo que creo, ni lo que pienso, ni lo que hago, ni lo que veo, ni lo que siento. Porque al desdoblarme comienzo a entender que soy como una hoja, como el reflejo del espejo que me sonríe cada mañana, como una máquina que echa humo y desperdicia su tiempo en cosas que no valen lo que creo. Entonces... qué es lo que vale? Pues todo, todo aquello que uno hace y deja de hacer, aunque claro, recién uno se entera que valió de algo cuando pudo ver que el árbol es frondoso y verde porque muchas hojas cumplieron su labor específica, sin importar cual era el fin, y solo se dedicó a hacer sin preocuparse por el por qué de su existencia, por el color que tenía, o por aquel ser que uno pretende, y lo ve desde afuera y tan solo un instante, como un alegre desconocido.