No es tan fácil, claro
primero tenés que poner de vos
para poder abrir el frasco
en donde está guardada.
Allí adentro se conserva
húmeda, fresca, pura, limpia,
pero eso sí, amorfa y solitaria
carente del calor de las caricias
que dan forma.
Una vez que abrís el frasco
y la vez brillando en su pureza
esa virgen plastilina se convierte
en un objeto de deseo
y poseerla se vuelve más fácil
la podés sacar, y moldearla como más quieras,
se entrega tan sumisa que ni culpa te da jugar con ella.
Te sentís con una comodidad y una seguridad,
tan exquisita que no dudás ni un segundo
que podés lograr cualquier cosa.
Aunque ese primer contacto pareció impresionarte
por su textura, su pureza, su frescura y color impoluto
la necesidad inevitable es querer moldearla, la apretás, la estrujás,
la acurrucás, la golpeás, la rompés en mil pedazos que se caen,
la pisás y dejás esquirlas de ella en tus zapatos
y ni te importa lo que pasa mientras tengas suficiente
como para seguir entreteniendo tu ocio a tu gusto,
distrayéndote de tu particularidad, mientras que hagas,
sin esfuerzo, todo aquello que te hace feliz
y que te haga sentir completo.
Hasta que con el tiempo esa cuestión del manoseo,
de la falta de cuidado por esos pedacitos que fuiste desprendiendo,
que en la distracción grabaste con la suela de tu zapato,
de la falta de atención en la mugre de tus dedos
y en esa continua e irrespetuosa forma de tratar al otro
por el mero hecho de entretenerte y sentirte ocupado
de pronto la plastilina, se convierte en basura,
en un triste pedazo amorfo, sucio, mal oliente,