sábado, septiembre 04, 2021

La casa embrujada -- Cuento corto

 Se miraba. Jadeaba, respiraba con dificultar. Tenía las puertas llenas de sangre, sus ventanas nunca bien cerradas hacían el típico "cacaclak" del viento sacudiendo y golpeando los postigones, cada golpe le dolía aún más que el sótano vacío y misérrimo que crujía pidiendo, exigiendo otro bocadillo, aunque pequeño... aunque más no sea un niño. 

Todos sabíamos que la casa estaba embrujada, los que vivíamos cerca sobre todo, por eso no dejábamos que los niños jueguen por ahí; los adultos y los ancianos entendíamos que era inteligente no acercarse, no era por cobardía ¿quién teme a la superstición hoy en día? sin  embargo los jóvenes, ellos siempre son intrépidos, ellos siempre están que se juegan la vida en cualquier pavada que se les cruce por el camino. 

Lo recuerdo a Ariel, el hijo de la señora que vendía fiambres, fue el primero. 

No lo recuerdo. 

Claro, pocos recuerdan a los desaparecidos... él se me metió por detrás sin permiso, se hacía el valiente, pero además de apestar a mortadela se le sentía el tufo al miedo que expelía por cada poro; y Agustín, el tierno Agustín, luego de que le diera un puntapié profesional a una pelota inútil hecha de trapos viejos y la acertara (no por casualidad) en una oquedad de la trampilla del jardín directamente a mis interiores más oscuros. Sus botines deportivos rayaron un poco las paredes de mi largo pasillo al digerirlo; pero cuánto placer me dio oír sus gritos de espanto y de dolor mientras le susurraba a los oídos: "Gol Agustín, qué golazo que hiciste...". Ni hablar de los vigorosos Cristian y María ¡él un sátiro de ojos claros y  ella una ninfómana de pies planos! Nunca le hicieron caso a las viejas comadronas del barrio que les advertían que de tanto no cuidarse iban a encontrarse en una situación embarazosa de la que no podrían escapar, ni esconderse. Y así fue, entre las descuidadas matas de moras que crecen en mi Edén, entrelazados uno con el otro satisfaciendo sus instintos más básicos, los cogí de sus frenéticos pies y los absorbí como la Dama y el Vagabundo compartieron el spaghetti... y la albóndiga. Ellos despertaron en mí esta insatisfacción continua, esta hambruna por la vida... y luego empezaron a llegar más: Carlos, Azul, José Antonio, Mirta y hoy son tan anónimos para mí, como para ustedes... 

El jefe de policía le decía al Capataz de la demolición que a pesar de que las desapariciones cada vez eran más, y más seguidas, los adolescentes del barrio, en vez de dejar de ir, cada vez se presentaban más y trasgredían las vallas perimetrales que rodeaban la casa. 

¡Cuánto temí cuando vi que por la calle del frente pasar una grúa con una gran bola de derribo colgando de una gruesísima cadena! Les soy sincera, ver el movimiento pendular de esa cosa asesina de acero me hizo temblar los cimientos, y en el barrio se sintió. 

Creímos que eran las grúas, o los tractores y todas las maquinarias pesadas que habíamos contratado para desaparecerte, casa de mierda, fuiste matando de a poco a todos nuestros hijos.

¡Sus hijos! Ahora se le ocurre hablar de sus hijos... Ni siquiera los recuerdas, los dejaron solos en las calles jugando y creciendo educados por la ley del más fuerte, del desamparo.... Degenerados, depravados, egocéntricos, caprichosos e irrespetuosos se criaron, y olvidados en vida, hoy los olvidan después de sus muertes. A los que no les importó un pito mi intimidad,  ni mi necesidad de tranquilidad y silencio, los devoré y ustedes los olvidaron, como olvidan todo. 

No es cierto...

¡Dime tu nombre!

Ojalá que empiecen a destruirla susurraba deseosa la señora de la fiambrería que con los ojos llenos de expectativa miraba las maquinarias sin recordar por qué odiaba tanto esa vieja construcción. 

Era mi integridad la que lastimaban cada vez que doblegaban mis límites y me penetraban una y otra vez, según sean sus caprichos de ego, abuso o deseo. 

No eran las bestias de metal que hicieron temblar la tierra...

No, no eran las máquinas ¡eran mis tripas! mientras más quisieran vulnerarme, más fuerte me hacían, más poder me daban. 

¿Pero no puedes detenerte ahora? Tómame a mí y olvida al resto.

Ya es tarde para que pidas cualquier cosa, hoy serás mi cena. Ojalá que alguien, mañana te recuerde.

Cuando la bola de derribo se acercó a la puerta principal de la antigua casa esta se abrió dando paso a un gran agujero negro que absorbió a todo ser vivo que estuviera por esa cuadra dando vueltas.

A la mañana siguiente, un bebé de ojos claros y pies planos jugaba con un perro callejero.

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