Luisa era una mujer relativamente pequeña y con más años de los que ella misma podía recordar, el tiempo le había encorvado tanto su esqueleto que llevaba la pera a la altura del ombligo y apoyaba la mayor parte de su cuerpo en un viejo palo al que usaba de bastón para poder caminar.
Siempre antes de salir de compras se postraba frente al televisor apagado y se limpiaba con una mano las impurezas de la piel, se acariciaba con sus largos dedos (que parecían huesos) el rostro, y con las yemas sin huellas digitales porque el tiempo se las había borrado, leía cada centímetro de su tez, y allí donde encontrara un bello, lo tomaba con el índice y el pulgar y ¡zas! Lo arrancaba inmisericorde.
Luisa los domingos se vestía con unas cortinas cuadriculadas de cocina, se abrigaba los hombros con un mantel de paño lenci verde, se calzaba en los pies dos macetas de ladrillo y sobre el cuello se ponía una hermosa bufanda hecha de ramas de una enredadera que había crecido dentro de su armario.
A Luisa le encantaban las plantas, las tenía por toda su casa, tanto afuera como adentro parecía un gran vivero en el que cultivaba y cuidaba desde las plantas más vulgares, a las más exóticas. El paso del tiempo fue cruel con la anciana, perdió la vista tan gradualmente que ni se dio cuenta de lo que sucedía. Hace unos meses un amigo personal le había traído de Indonesia una Rafflesia, Luisa estaba encantadísima, si bien su flor huele horrible, cada vez que florece ella recuerda el presente de su amigo. Tenía la ilusión de que con esa flor ganaría el concurso de plantas exóticas, único galardón que le faltaba obtener. Para lograrlo, no se dan una idea de la cantidad de cuidados especiales que tuvo que tener... Cuidó a esa planta más que a un hijo. Compró calefactores y humidificadores para poder simular el clima que necesitaba para crecer, florecer y desarrollarse. Pero todo esfuerzo rinde sus frutos al final, luego de varios meses, esa flor de enormes dimensiones abrió sus gigantescos pétalos y ocupó por completo su pequeña cocina. El hedor que desprendía obligó a los vecinos a llamar a la policía, y cuando llegó fue atendida por la dulce viejecita. La vieran como vestía y la cara de los oficiales al verla... tenía puesta su ropa de entre casa, calzado de hojas de palma, una pollera hecha de pajas, un chal de musgo sobre los hombros y una larga rama de potus enredada en su cabeza a modo de turbante.
Al abrir la puerta la policía creyó lo peor, el olor a cuerpo en descomposición era insoportable, sin embargo pobre Luisa, a pesar de tener una enorme nariz, también había perdido el sentido del olfato, aún más que el de la visión. Ella podía ver como un montón de cosas borrosas verdes se movían a su alrededor, por eso entendió que en su casa había policías, veía esas manchas azules y escuchaba apenas como unos jovencitos la llenaban de preguntas estúpidas y sin sentido.
Luisa les quiso explicar que el olor venía de la flor abierta de la Rafflesia que su amigo le había regalado, pero los policías quisieron ver todo por sí mismos, y entraron a la casa. Luisa los guiaba con paso tranquilo pero inseguro, se asía con fuerza de la rama que usaba como bastón.
Cuando llegaron a la cocina los ojos de los oficiales se abrieron sorprendidos al ver el cadáver de un hombre sentado en el medio de la cocina, sosteniendo aún una maceta en la mano con una planta marchita, seca y deshojada. La viejita se acercó al cadáver, lo señalaba con la tijera y le contaba a los oficiales que esa era la planta que su amigo le había regalado, una Rafflesia, su flor apesta, parece el mismo olor que sale de un cuerpo en descomposición... Les contaba mientras mutilaba con mucho cuidado, aquí y allá, el cadáver de aquel pobre hombre. Huele a carne podrida, pero no tengan miedo, es solo esta flor; les decía Luisa mientras señalaba con el mango de la tijera el cráneo blanco y brillante del occiso que allí sentado esperaba santa sepultura.
Luisa durmió esa noche en la comisaría, echa un bollito, extrañaba su casa llena de plantas, la dichondra como alfombra, el musgo cual colchón, los potus como cortinas, el viejo televisor como un espejo maldito que no le devolvía el reflejo. La pobre viejita, ciega y sin olfato, habría perdido también esa noche, la cordura.
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