sábado, diciembre 28, 2024

No hay refugio para el condenado

Entró en su antigua casa, abandonada desde aquel día. Dejó que la puerta de entrada se vaya cerrando sola mientras las bisagras chirriaban por el abandono sufrido desde hace tiempo. Atravesó la sala de estar con cautela, sus zapatos dejaban huella sobre el polvo acumulado con el paso de los años. Luego de escuchar el "click" de la puerta y asegurarse que ningún ser material pudiera entrar en la casa, se quitó los zapatos y los libró al azar, como los árboles dejan sus hojas secas al viento.

Se acercó a la mesa poseur de madera labrada (posesión de su finada abuela), tomó la licorera de cristal que aún contenía algo de líquido. Se la llevó a los labios. El líquido avanzaba espeso y lento, como una lengua plagada de sabiduría que se toma su tiempo para atender su menester.

Suave (ya casi sin alcohol) y dulce como los recuerdos, la bebida le poseyó la boca y el paladar; recuerdos de su infancia lo asaltaron, y sus párpados se apretaron, intentaron no dejar escapar las tiernas imágenes de un pasado mejor que comenzaban a aparecer frente a él. 

– Has vuelto– escuchó la voz de una mujer tras de sí – te pedí que no lo hicieras.

Apoyó la licorera en la mesa y abrió los ojos lentamente; entendió la importancia de atenerse al presente en lugar de aferrarse al pasado.

– No puedo dejarla aquí– susurró sin voltearse.

– En efecto, no hay nada que puedas hacer y lo sabes.

– Debo intentarlo. Jennifer me atormenta todas las noches...

– Te lo mereces; ella también.

– No hables así, lo que sucedió, sucedió; así de simple.

– ¿Así de simple?

– Así de simple... – el silencio se adueñó de la habitación por un rato. Hacía frío, bastante frío.

– Ven, toma mi mano, sígueme, hablemos en otro lado que en cualquier momento llega Jenifer.– le dijo entonces dentro de un suspiro casi inaudible. 

Todo su cuerpo tembló, preso de la tentación de ir hacia ella, pero le habían advertido: si quieres que Jenifer esté en paz, no te le acerques, ni la veas directo a los ojos; eso es lo que ella necesita para acceder a tus recuerdos y a tus decisiones.

– Ayuda a Jenifer, te lo ruego.

– Jenifer quiere estar aquí, conmigo, ¿no es cierto, Jen?

– Sí, Sofía, contigo todo es más divertido... ¿quién quiere ir dormir temprano, bañarse, comer verduras, ir a la escuela? ¡Quiero estar con Sofía! Ella siempre tuvo razón... – sintió como le temblaban las piernas al oír claramente esa voz tan tierna de niña pequeña, como si estuviera ahí, en presencia. Anteriormente, Jeni se le había presentado en sueños sonriendo, jugando en el prado, en las hamacas de la plaza; pero nunca había vuelto a hablar, hace tiempo que no escuchaba esa vocecita tan dulce y tierna con la que le dijo: "te quiero, no es tu culpa, deja de llorar."

–Vamos, Jen, es hora de descansar, tú sabes como te pones cuando no duermes bien... ya es hora de dormir– hizo un esfuerzo sobrehumano para contener la emoción que lo desbordaba y quería escapar queriendo quebrarle la voz.

– No, no voy a ir a dormir, ni ahora... ¡ni nunca!

Un escalofrío le recorrió la espalda al escuchar su negación a modo de berrinche; metió despacio la mano en el bolsillo y sacó una navaja. 

– Si no duermes, Jen; me veré obligado a cortarme.– se arremangó y mostró su brazo desnudo lleno de cortes cicatrizados. 

– ¿Otra vez intentas manipular a la niña de esa manera?¿No te avergüenzas?¿No entiendes que eso fue lo que hizo que ella saltara al vacío?

–¡Cállate, Sofía!, esto es algo entre padre e hija...– dijo dándose la vuelta con los ojos cerrados pero acusando una ira intensa, culpable y despiadada. 

Jenifer se tapó los oídos para no oírlos discutir. Recordaba todas sus discusiones, las sentía como la carne que ya no tenía, en las lágrimas que ya no sabían, en los huesos que ya no estaban. Sentimientos arraigados en su alma le recordaban el dolor del adiós a la vida luego de la caída; y la sangre tibia con sabor metálico cayendo por el costado de su boca; y las palabras suaves  (a modo de unción) como un algodón que, sin embargo, generaron en él más culpa que redención. 

La niña cayó de rodillas en la mitad de la habitación y se desplomó en el suelo, quedando acostada en posición fetal, tapándose los oídos y llorando. Estaba tendida en el piso; no quedaba claro si se había desmayado o si finalmente el cansancio de la sempiternidad la había obligado a caer y quedarse dormida.  

Al verla rendida, Sofía comenzó a gritar. Estaba aterrada. 

La araña del techo comenzó a pendular, primero con cierta timidez, luego de manera errática. A esto se sumó un incesante ruido de golpes en las paredes provocado por nadie. Las ventanas se abrían y cerraban de manera anárquica, las luces parpadeaban; los distintos ornamentos, adornos y atrezzos danzaban entre el suelo y el techo formando órbitas alrededor de una fuerza oscura e intangible que parecía ser un vórtice de energía entre dos dimensiones. 

Las sillas, las mesas y los sillones deambulaban por la habitación como si esa casa les perteneciera desde siempre. Los cuadros que adornaban las viejas paredes mal empapeladas vibraban de igual manera que un electrocutado en su silla, y las maderas del techo y del piso crujían presas de un frenesí espiritual incontenible. Los ruidos, semejantes a un desordenado pelotón marchando sin mando con sus fieros borceguíes sobre un puente de acero, hacían eco en sí mismos y lograban una especie de ruido blanco que aturdía.

Los gritos de Sofía eran cada vez más agudos y aterradores; sin embargo, para él eran como el canto épico de las sirenas. 

Entre la confusión causada por el barullo de las botas militares, el mobiliario rebelado y a violencia invisible de otra realidad, su cuerpo le pedía a gritos: "Asístelas, asístelas”. Sentía que su alma se resquebrajaba lentamente y sus ojos necesitaban verlas por última vez. 

Desde el cuerpito inerte de Jenifer en la mitad de la sala, se oyó la oración que los niños le hacen al ángel de la guarda; Sofía calló abruptamente obligada por una luz blanca intensa que de la nada apareció e hizo imposible todo.

Luego, el silencio... Oscuro y profundo silencio. 

Sentía que la cordura había perdido el hito donde se ata la realidad. Le temblaba todo; cada milímetro de su cuerpo era una locura de sensaciones. Los latidos de su corazón rebotaban en sus sienes como un redoble de tambor; su pecho dolía conteniendo una explosión irreversible. Su estómago, revuelto por tanto, sacó inevitable el contenido de sus vísceras. En cuatro patas sobre el piso de parqué siguió vomitando hasta que larvas, arañas y cucarachas comenzaron a brotar desde lo más profundo de su alma. 

Tras de sí escuchó un "click".

Gritó con todas sus fuerzas, se puso de pie y, tambaleando, salió corriendo de la casa por la puerta principal que, abierta, lo liberó de un pasado miserable mientras lo condenaba a un futuro predecible.

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