Después de haber revisado más de cien mil veces lo escrito en ese pedazo de papel arrugado, decidí hacerlo un bollo y tirarlo al piso –casi con desprecio– por la falta de imaginación y mala literatura que acusaba ya en esas pocas palabras. Un pibe de pies descalzos y manos sucias que mendigaba por entre las mesas se me acercó.
—El río está cerca; si sopla el viento, esto cae en el agua y cagamos todos... Si no es bueno para sus bolsillos, tampoco para el río, ¿entiende? —asentí con la cabeza y me guardé el papel en el bolsillo—... ya que tiene la mano ahí, ¿no le sobra una moneda?
Le acerqué un billete que se escondía por el fondo del saco del pantalón; también estaba hecho un bollo. El pibe lo miró con anhelo y a mí con ese mismo desprecio con el que yo miré.
No todos los pedazos de papel tienen el mismo valor; aun si le damos el mismo trato, tienen valías diferentes. Yo lo aprendí en ese momento en que mis pies tenían un regio calzado de cuero, pero mi alma se encontraba desnuda y vulnerable ante un pibe que, descalzo, había aprendido más que yo en toda una vida.
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