Cuando Dios creó al mundo, sin saberlo se creó a sí mismo, confundido en el mar de la incertidumbre, entendió que algo tan hermoso debería ser aprovechado por algo más que su propio ego, silencioso y expectante entonces creó al hombre y a la mujer, y a los animales, y las plantas y a cada uno dotó de habilidades únicas, distintas y especiales, para que pudieran ser y desarrollarse como individuos únicos, especiales y distintos unos a otros conviviendo en paz. Cada uno tuvo su oportunidad de vivir y disfrutar el paraíso a su modo, cada uno tuvo la opción de elegir y eligió el camino que creyó conveniente, y pasó que cuando uno dio el primer paso hacia el camino escogido, sin querer dio la espalda a otro, que por azar, gusto, revancha, o tal vez por decisión propia, había escogido otro camino. Esos dar la espalda resultaron en traiciones, en ofensas, y lo más disparatado de todo, en enfrentamientos, a pesar de estar de espaldas.
Pobre Dios, al ver que su creación no sólo se volvía contra la idea primigenia, si no que también y por supuesto contra ella misma. Apresurado con tal de que las cosas no se vayan aún más de madre de lo que se habían ido, del reflejo de su rostro en una lágrima que por tristeza caía, creó la conciencia y la insertó en cada uno de los seres creados, con la conciencia creada, todos se pusieron alerta y comenzaron a discernir qué hacer, cuándo hacer y cómo hacer.
Viendo los resultados, lamentó el destino de las bestias que no aprenden a pesar de tener las herramientas y se echó a descansar a la vera del universo, esperando que la inconciencia del hombre, no pese en su conciencia el día del juicio final,
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