lunes, enero 08, 2024

La Casa Blanca de Monterrey

Me invade la soledad de este último desconcierto otra vez, en otra cama, bajo otro techo; vago inconsciente entre las ruinas de aquello que pudo haber sido y sin tantos enemigos, encuentro a mis propios ojos que me inquieren,

pobres

han sido pisados en tantas riñas por los bravíos gallos de este Coliseo de mártires y payasos; a estas manos que no sé cuando perdieron su color; aprieto los puños y suspiro, el calor de mis entrañas se apaga y poco quema, y no ruge, ya no crujen.

El inmanente brillo primigenio del yo quiero, está intacto; es sobrevivir sin que importe la causa de esa busquedad pecante del deseo innato por gozar las vicisitudes de toda consecuencia; soy yo, ese lucero escondido en la oscuridad del paso fronterizo que tantas veces me ha dividido a mi mismo y que hoy en día, cuenta regresivo, lo que siempre le obligué callar: son llagas en el alma la fruición de un cuerpo derrotado que, aquí ves, se desevencija.

Añoro el sueño pírrico; un final distinto escrito por mi propia mano y aunque cueste, acepto -como mancebo- el cañazo que obliga a que la realidad pueda jugar sus juegos morbosos con mis ánimos, desánimos y mis tal vez; un ego defectuoso siempre sugiere que sigas sin rendirte, y la verdad, que tirar la toalla y decir basta,  es, a veces, un profundo acto de amor propio.

Me desnudo frente a la muda pared que absorta en su historia me mira acostumbrada a las tantas ausencias, como una epifanía, efímero me meto dentro de ella y de pronto soy parte de su historia, de lo que calló y también de las cicatrices que visten sus irremediables capas de yeso. Soy la miasma reciente, la mácula pristina de las penas que en silencios ocultó ahora somos cómplices de la barbarie del silencio ante lo inexorable. A los que pasen, lleguen, vean y antes del cajón con horror en la pared me reconozcan pensarán que la pareidolia, de nuevo juega con su emoción y con sus mentes mientras tanto y superviviente, roeré las paredes de esta casa desde sus cimientos me iré estirando hacia el techo, apuntando mis esqueléticos dedos hacia el sol y mis vulgares apetitos me arrastrarán hacia el infierno. Me expanderé como las raíces que levantan el pavimento y ya nadie podrá reconocerme -si quiera en el recuerdo- ni en la línea entre las baldosas del piso del comedor ni en el hueco existente entre el zócalo y la pared de la sala ni en esa parte del techo que ociosa miraba como mi alma de a poco se sublimaba, solitaria y sin palabras que oír ni decir, hasta el momento de partir.

Yo seré esta casa, la ventana el jardín la cocina, el baño el pino y la hamaca paraguaya seré el fantasma que mueve el carillón en los días calmos y quien esconda lo que hasta hace un rato tuviste en la mano; perduraré, aun cuando todo el alboroto haya pasado y nuevos habitantes ignoren, que alguna vez, yo también fui como ellos.


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