Con ustedes el cuento Historias de montañas, del libro "Cuentos". Subido al Blog el 20 de Febrero del año 2007.
HISTORIAS DE MONTAÑAS
Todo es cuestión de puntos de vista, hasta la vida misma es tan sólo un punto de vista. Todos buscamos lo que necesitamos encontrar, aunque claro, los modos, las formas y maneras, dependen de cada quién. Me cuesta trabajo olvidar, aunque a veces no lo recuerdo tan vivamente, al viejo de la montaña que bajaba al pueblo con las manos llenas de leña, su perro azul a un lado, el hacha colgando del cinto ajado y una pipa bien usada llena de grietas y viejos aromas. El perro tenía el rabo quebrado por lo que las pocas veces que se lo veía menearlo, resultaba tristemente irrisorio. Se acercaban al kiosco donde el viejo cambiaba su esfuerzo por tabaco y alcohol para saciar sus vicios, sonreía ante Etel, la kiosquera, y le coqueteaba con una suave sonrisa desdentada, ella virgen y viuda, sentía el escozor que le subía desde la baja cintura hasta sus pechos que se erectaban mientras en su rostro regordete una graciosa mueca se dibujaba. La esperaba cada bajada de montaña, cada veintiocho días, en la esquina del kiosquito, y salían a caminar por ahí con el perro y con el hacha, se sentaban a la sombra de la noche, bajo el cielo estrellado mirando la palidez opalina de la luna que redonda se sonrojaba antes las puras miradas que entrambos se cruzaban. Sus dedos se rozaban con las yemas y uno en otro se perdían silenciosos, Etel nada sabía del viejo montañés, salvo lo poco que él dejaba apenas entender de su mal lenguaje empeorado por la pipa que nunca salía de su boca. El viejo montañés nunca preguntaba nada, por eso ella se sentía tan cómoda con él, en el pequeño pueblo todos miraban a todos y comentaban por lo bajo lo que veían, y peor aún lo que creían ver o que entendían de lo que veían o creían. De la pobre Etel se decían barbaridades irreproducibles, aunque su líbido fuera altísima debido a su carencia de amor carnal, nunca nada había hecho ni tocado. Pero en el pueblo, bendito pueblo, le habían adjudicado más de una pecaminosa relación, y no sólo con el viejo hachero; los festines de los habladores era retroalimentado por el sin sentido y con fines puros y exclusivos para la malintención y de manera inescrupulosa. Hasta el cura del pueblo fue acusado de darle ostias de amor en el confesionario en un domingo de ramos donde el vino misal había pasado de mano en mano, de boca a boca y desparramado por sus cuerpos y lamido pasionalmente mientras el coro monaguillo se acomodaba para la misa de las siete. Las señoronas del barrio se acercaban al kiosco y compraban las golosinas para sus niños y aprovechaban la oportunidad para tirar de su lengua y de astutas maneras tratar de sacar información del como había conseguido el amor de Farino, terrateniente pintón, muerto la misma noche de bodas por un supuesto y sospechoso ataque al corazón. Ella no hablaba de su pasado, le dolía el alma cada vez que lo hacía y en consecuencia las gotas que caían de sus ojos eran grandes desilusiones que rodaban por sus redondas mejillas hasta desaparecer entre sus labios hundidos entre tanta carne. Por eso adoraba sentarse con el montañés del cual ni el nombre sabía. Decían en los bares de la zona que ese hombre estaba desde antes que el pueblo existiera y que bajaba de los cielos en algún rayo de luna a dar buena o mala fortuna a quien la mereciera, pero ella no les creía, ella veía en él al amor que alguna vez tuvo y le fue arrebatado por la vida, por el tiempo.
Una noche mientras se miraban a los ojos y con sus dedos se acariciaban suavemente, casi le preguntó lo que sentía por ella, pero calló, acalló su curiosidad con un suspiro leve y enamorado embebido por los ojos redondos de él que la miraban y acariciaban como líricas estrellas a las aguas calmas del lago, él también suspiró, y sus suspiros se juntaron en el aire entre las dos miradas que se miraban y de los suspiros que se unían nació una luz pequeña que subió por sobre sus cabezas y los iluminó formando una burbuja de luz que los envolvía y los elevaba. El perro ni ladraba, en cambio se echaba tranquilo entre los pies de los dos que se miraban y sonreían mientras flotaban hacia la luna y ella sintió en sus labios el beso puro de él, y él sintió en sus labios toda la magia de Etel que bajo la luna desplegaba sus alas y lo llevaba a volar por la montaña, por el lago, por los bosques; y el perro movía la cola y en cada vaivén sus huesos tronaban y se acomodaban y su pelo azul rejuvenecía hasta volverse negro oscuro, cubriéndolo por completo, lozano, brillante y fuerte, como cuando cachorro.
Por primera y última vez, Etel, la montaña, el lago, los bosques, el pueblo y sus habladores escucharon la palabra del hachero gritando a viva voz cuanto la amaba, mientras una estrella fugaz que volaba hacia la luna se perdía en el protector cielo de la noche que cercana como nunca, sonreía.
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