La furia del mar se había desatado sobre el casco del barco, los vientos cruzados lo zarandeaban de acá para allá con la misma facilidad que una brisa juega con una bolsa de nylon y la va llevando de arriba abajo a su mero capricho. A pesar de ser marineros experimentados, más de uno estaba abrazado a un balde dejando sus entrañas adentro. El capitán del navío, llevaba la embarcación contra las olas, tratando de alguna manera de sacar ilesa a su tripulación de la marejada más impresionante de su historia de marino.Nubes negras cerraban el cielo a todo el esplendor del horizonte, los rayos iluminaban intermitentemente un cielo que amenazaba con jamás concluir la ferocidad de la tormenta, hasta que el dios del mar cobrase alguna víctima. Lo tremendo de alta mar, es que uno dentro de un barco no tiene lugar a donde ir, y que el barco, está preso entre las manos del destino, que si no son compañeras tienen la traición a flor de piel.
Los motores del navío funcionaban a toda marcha, trepaba las escarpadas olas de veinte metros de alto con una velocidad increíble, al llegar a la espumosa cresta, se podía ver el horizonte a los cuatro vientos, y nada bueno desde allí arriba se auguraba... acto seguido de aquella apocalíptica vista, llegaba una caída tan brutal, que uno sentía como el alma se escapaba del cuerpo, las tripas se aplastaban contra los omóplatos, los pulmones se comprimían dificultando la respiración y el corazón... latía tanta sangre por segundo, que el cerebro confuso enviaba órdenes anárquicas a cada rincón del cuerpo. Tal era el zarandeo que no existía el arriba, el abajo, la izquierda o la derecha. Los hombres que no habían podido atarse a algún lugar firme y seguro, rebotaban contra las paredes de la embarcación, por lo que los cuerpos al estrellarse hacían ruidos secos, hasta se sentía el sonido de los huesos que en algunos ires y venires se iban quebrando... el capitán en cambio estaba asegurado con unas cintas especiales que lo anclaban al timón sin ningún tipo de aparente peligro. Las olas que golpeaban de estribor llenaban la cubierta de agua, el suelo se volvía inseguro, todas las cosas que andaban sueltas salían despedidas de la barca hacia el profundo y bravío ponto, que no se saciaba con pequeñeces y parecía clamar vidas a modo de peaje sobre aquellos que lo surcan sin pedir permiso alguno.
Dicen que el mar siempre cobra a precio de sangre, el paso de quienes lo surcan de punta a punta aunque el capitán no quería entregarse a creer en estas supercherías, creían firmemente que la idoneidad y el cuidado lograban siempre llevar a los hombres a buen puerto. No había que, él no hubiese sorteado, a pesar de ser esta tormenta que atravesaba, la más brava en su historial.
Había salido airoso de unas cuantas desventuras por los siete mares y nunca había sufrido la pérdidas de alguno de sus tripulantes, mismo cuando se le hundió un carguero por la explosión de uno de los motores, causada no por negligencia si no más bien por un hombre eslavo que no quería que la carga llegara a destino... después del naufragio cuidó a ese hombre con el mismo celo que un padre cuida a su hijo; cuando fue descubierto el por qué del siniestro, la tripulación quiso lincharlo y dejarlo a la deriva naufragando en alta mar, pero no, se mantuvo firme a pesar de querer ahogarlo y hacer como que aquí no había pasado nada. Al llegar a tierra, enjuiciaron al eslavo y fue preso. El culpable quedó agradecido por siempre con el capitán que en cierto modo, había salvado su vida.
O aquella vez que un témpano gigante salió de lo profundo del agua sin aviso previo alguno provocando una dantesca ola que lo arrastró sin control por varias millas marítimas... o cuando por horas lucharon contra un calamar gigante, al que al fin de doce horas de dura pugna, al fin pudieron dar pesca. Lo creyeron muerto, por lo que lo subieron a cubierta y al apenas comenzaron a acercarse para faenarlo y porcionarlo, comenzó a desatar su furia ciega sobre todos los que estuvieran cerca. Desparramaba golpazos con sus largos tentáculos, y con su pico de loro cercenaba algunas de las extremidades de algunos incautos que trataban de frenar a la bestia. Nunca olvida el tomar el arponero, apuntar al gigantesco bicho y atravesarlo de punta a punta... quedó quieta la bestia, una tensa paz hacía espeso el ambiente, ya habían sido engañados una vez, por lo que por las dudas puso otro arpón en el arma y lo volvió a atravesar. Durante más de seis meses comieron calamar de mil y un maneras distintas, y recuerdan con risas (también los mutilados), aquella insólita aventura.
Una simple tormenta no lo vencería, la violencia del mar no acallaría la vida de ninguno de sus hombres y alguien de su tripulación no sería el pago de tal tributo... aunque a decir verdad, parecía que el mar no estaba de acuerdo con el valiente capitán, la marejada se volvía cada vez volvía más virulento y los hombres, a cada golpe que el mar daba, perdían a cachetazos las esperanzas. Mas no él, su bravío capitán, que seguía firme soportando los embates del timón, resistiendo al vértigo y la desesperanza que causaba subir la ola y ver desde su cresta el nigérrimo horizonte negando toda posibilidad de escape. No existía alguna luz que descendiera del cielo trayendo claridad, ni una nube se corría un poco para dejar de apretar y liberar al mar de esa presión salvaje que clamaba sangre y más sangre.
Las olas golpeaban el casco con tal dureza que los remaches de acero comenzaban a salir disparados y los hierros que mantenían el esqueleto del barco empezaban a ceder levemente. Un rayo cayó sobre un hombre que estaba en cubierta, atado al palo mayor y después de espetar un sordo grito de dolor, murió.
Los ojos del capitán por primera vez perdieron ese brillo de esperanza, se dio cuenta que no era la ley del mar la que lo quería como víctima, ya era una cuestión más grande. Era el mismo Dios que lo reclamaba. Sintió el cuerpo débil y laxo, si no estuviera atado con aquel arnés que lo sostenía firme y seguro hubiese caído de rodillas al suelo. Una lágrima escapó de la comisura de su ojo derecho, el hemisferio de la razón. Y entregó su corazón en un susurro. - Si esta es tu voluntad, que así sea. Solo deja a mis hombres en paz y que vuelvan con sus familias.-
De pronto el cielo se abrió y las aguas se aquietaron silenciosas, la embarcación aún se mecía después de semejante baile y el crujir de sus metales resonaba por cada una de las distintas partes de esa flotante tumba de acero. El médico corría por los camarotes asistiendo a los hombres que sufrían distintos tipos de quebraduras, cortes y magulladuras. Dejó a los que no estaban tan heridos atendiendo a los que necesitaban algún auxilio básico y salió a cubierta a buscar heridos graves. Encontró al hombre que estaba atado al palo mayor, víctima de la certera puntería de Zeus, con los pocos cabellos que le quedaban ennegrecidos y encrespados, con humo que le salía de distintos lados del cuerpo. Le observó los ojos y tomó su pulso. Increíblemente estaba vivo, tal vez el amperaje del rayo no era el suficiente como para exterminarlo de una sola vez. Hubo gran júbilo entre la tripulación, había golpeados, rotos y heridos, pero ninguno grave, nada que lamentar. El médico corrió hasta la cabina del capitán para dar las buenas nuevas... lo encontró colgando de su arnés, sin pulso, sin vida, con ambas manos sujetando firmemente el timón, sonriendo de felicidad, y con calma paz dibujada en el rostro, el surco de una lágrima que al caer, dejó un pequeño dibujo estampado en el suelo de frente al destino, entre sus rodillas.
Los motores del navío funcionaban a toda marcha, trepaba las escarpadas olas de veinte metros de alto con una velocidad increíble, al llegar a la espumosa cresta, se podía ver el horizonte a los cuatro vientos, y nada bueno desde allí arriba se auguraba... acto seguido de aquella apocalíptica vista, llegaba una caída tan brutal, que uno sentía como el alma se escapaba del cuerpo, las tripas se aplastaban contra los omóplatos, los pulmones se comprimían dificultando la respiración y el corazón... latía tanta sangre por segundo, que el cerebro confuso enviaba órdenes anárquicas a cada rincón del cuerpo. Tal era el zarandeo que no existía el arriba, el abajo, la izquierda o la derecha. Los hombres que no habían podido atarse a algún lugar firme y seguro, rebotaban contra las paredes de la embarcación, por lo que los cuerpos al estrellarse hacían ruidos secos, hasta se sentía el sonido de los huesos que en algunos ires y venires se iban quebrando... el capitán en cambio estaba asegurado con unas cintas especiales que lo anclaban al timón sin ningún tipo de aparente peligro. Las olas que golpeaban de estribor llenaban la cubierta de agua, el suelo se volvía inseguro, todas las cosas que andaban sueltas salían despedidas de la barca hacia el profundo y bravío ponto, que no se saciaba con pequeñeces y parecía clamar vidas a modo de peaje sobre aquellos que lo surcan sin pedir permiso alguno.
Dicen que el mar siempre cobra a precio de sangre, el paso de quienes lo surcan de punta a punta aunque el capitán no quería entregarse a creer en estas supercherías, creían firmemente que la idoneidad y el cuidado lograban siempre llevar a los hombres a buen puerto. No había que, él no hubiese sorteado, a pesar de ser esta tormenta que atravesaba, la más brava en su historial.
Había salido airoso de unas cuantas desventuras por los siete mares y nunca había sufrido la pérdidas de alguno de sus tripulantes, mismo cuando se le hundió un carguero por la explosión de uno de los motores, causada no por negligencia si no más bien por un hombre eslavo que no quería que la carga llegara a destino... después del naufragio cuidó a ese hombre con el mismo celo que un padre cuida a su hijo; cuando fue descubierto el por qué del siniestro, la tripulación quiso lincharlo y dejarlo a la deriva naufragando en alta mar, pero no, se mantuvo firme a pesar de querer ahogarlo y hacer como que aquí no había pasado nada. Al llegar a tierra, enjuiciaron al eslavo y fue preso. El culpable quedó agradecido por siempre con el capitán que en cierto modo, había salvado su vida.
O aquella vez que un témpano gigante salió de lo profundo del agua sin aviso previo alguno provocando una dantesca ola que lo arrastró sin control por varias millas marítimas... o cuando por horas lucharon contra un calamar gigante, al que al fin de doce horas de dura pugna, al fin pudieron dar pesca. Lo creyeron muerto, por lo que lo subieron a cubierta y al apenas comenzaron a acercarse para faenarlo y porcionarlo, comenzó a desatar su furia ciega sobre todos los que estuvieran cerca. Desparramaba golpazos con sus largos tentáculos, y con su pico de loro cercenaba algunas de las extremidades de algunos incautos que trataban de frenar a la bestia. Nunca olvida el tomar el arponero, apuntar al gigantesco bicho y atravesarlo de punta a punta... quedó quieta la bestia, una tensa paz hacía espeso el ambiente, ya habían sido engañados una vez, por lo que por las dudas puso otro arpón en el arma y lo volvió a atravesar. Durante más de seis meses comieron calamar de mil y un maneras distintas, y recuerdan con risas (también los mutilados), aquella insólita aventura.
Una simple tormenta no lo vencería, la violencia del mar no acallaría la vida de ninguno de sus hombres y alguien de su tripulación no sería el pago de tal tributo... aunque a decir verdad, parecía que el mar no estaba de acuerdo con el valiente capitán, la marejada se volvía cada vez volvía más virulento y los hombres, a cada golpe que el mar daba, perdían a cachetazos las esperanzas. Mas no él, su bravío capitán, que seguía firme soportando los embates del timón, resistiendo al vértigo y la desesperanza que causaba subir la ola y ver desde su cresta el nigérrimo horizonte negando toda posibilidad de escape. No existía alguna luz que descendiera del cielo trayendo claridad, ni una nube se corría un poco para dejar de apretar y liberar al mar de esa presión salvaje que clamaba sangre y más sangre.
Las olas golpeaban el casco con tal dureza que los remaches de acero comenzaban a salir disparados y los hierros que mantenían el esqueleto del barco empezaban a ceder levemente. Un rayo cayó sobre un hombre que estaba en cubierta, atado al palo mayor y después de espetar un sordo grito de dolor, murió.
Los ojos del capitán por primera vez perdieron ese brillo de esperanza, se dio cuenta que no era la ley del mar la que lo quería como víctima, ya era una cuestión más grande. Era el mismo Dios que lo reclamaba. Sintió el cuerpo débil y laxo, si no estuviera atado con aquel arnés que lo sostenía firme y seguro hubiese caído de rodillas al suelo. Una lágrima escapó de la comisura de su ojo derecho, el hemisferio de la razón. Y entregó su corazón en un susurro. - Si esta es tu voluntad, que así sea. Solo deja a mis hombres en paz y que vuelvan con sus familias.-
De pronto el cielo se abrió y las aguas se aquietaron silenciosas, la embarcación aún se mecía después de semejante baile y el crujir de sus metales resonaba por cada una de las distintas partes de esa flotante tumba de acero. El médico corría por los camarotes asistiendo a los hombres que sufrían distintos tipos de quebraduras, cortes y magulladuras. Dejó a los que no estaban tan heridos atendiendo a los que necesitaban algún auxilio básico y salió a cubierta a buscar heridos graves. Encontró al hombre que estaba atado al palo mayor, víctima de la certera puntería de Zeus, con los pocos cabellos que le quedaban ennegrecidos y encrespados, con humo que le salía de distintos lados del cuerpo. Le observó los ojos y tomó su pulso. Increíblemente estaba vivo, tal vez el amperaje del rayo no era el suficiente como para exterminarlo de una sola vez. Hubo gran júbilo entre la tripulación, había golpeados, rotos y heridos, pero ninguno grave, nada que lamentar. El médico corrió hasta la cabina del capitán para dar las buenas nuevas... lo encontró colgando de su arnés, sin pulso, sin vida, con ambas manos sujetando firmemente el timón, sonriendo de felicidad, y con calma paz dibujada en el rostro, el surco de una lágrima que al caer, dejó un pequeño dibujo estampado en el suelo de frente al destino, entre sus rodillas.
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