miércoles, enero 14, 2009

Dónde queda Villapueblo? -- Cuento

La gente de Villapueblo se había agolpado en la plaza del centro reclamando con temor el exterminio de todo felino que anduviera dado vueltas en las cercanías. Resulta que del bosque, las ratas salían infestadas por una rara afección que las volvía locas y agresivas, no era rabia, era aún peor que dicha vírica enfermedad. Los felinos al cazar a estos roedores, contraían estos virus y atacaban a los seres humanos.
Por esto es que los pobladores de Villapueblo se encontraban temerosos y manifestantes aquella tarde de abril.... como el problema era mayúsculo, se necesitaban soluciones radicales por lo que se instruyó a la gente de la perrera municipal para que cace gatos vagabundos en vez de perros culistrapios. Los felinos son mucho más ágiles que los cánidos, por lo que dar caza a éstos era una tarea harto ardua y riesgosa, su viral furia, sus uñitas afiladas y su increíble pericia en las artes físicas, llevaban al extremo las persecuciones. Todos los hombres agredidos y heridos por sus fugitivos contraían esta enfermedad, morían tetánicamente a las veinticuatro horas, el tiempo apremiaba y trataban de hallar una cura lo antes posible, pero estos virus tenían una facilidad mutagénica increíble, al ser agredidos por algún agente que trate de neutralizarlo, automáticamente mutaba y se manifestaba de alguna otra manera. Por lo que la guerra contra esta enfermedad no sólo era herculiana, si no que también ateneánica.
Los empleados municipales empezaron a renunciar a sus tareas debido el alto riesgo que corrían sus vidas en su menester, la policía no quiso hacerse cargo tampoco de esto debido a que se necesitaba capturar a los animales vivos para poder extraer cepas del virus y así tratar de encontrarle remedio a este problema que mal los traía. Una vez muerto el animal, de nada servía su sangre. Cuando el oxígeno dejaba de entrar al cuerpo, el virus automáticamente comenzaba a descomponerse a una velocidad siniestra dejando en lugar del cadáver, una gris ceniza ligera que con el viento se iba. El ejército trató de cercar en cuarentena los alrededores de Villapueblo, pero era imposible, Villapueblo era una aldea de montaña cita en medio de tres cordones montañosos que se cruzaban a modo de estrella, en el punto donde se unían, se formaba un pequeño valle paradisíaco rodeado de bosques, riscos, cascadas y montañas. Se necesitaban más de cien regimientos para bloquear la salida de cualquier animal.
El Intendente se encontraba muy preocupado, el gobernador ya había bajado su pulgar, y si este problema no se solucionaba rápidamente, el pueblo estaría a merced de los bombarderos. Decidió el intendente avisar a los pobladores de Villapueblo en la encrucijada que se encontraban, esto levantó una gran ira y general desaprobación ante la decisión gubernamental. El párroco llamó al orden diciendo que el mal de pocos, si era por el bien de muchos, no sería tan terrible. La gente linchó al párroco en el centro de la plaza, el intendente advirtió a todos que ese no era el modo de solucionar las cosas, pero el pueblo enardecido tiene los oídos necios cuando se trata de su propio mal, por lo que comenzaron a armarse y formar grupos para destruir a todo bicho que caminase por las calles del pueblo o por los bosques cercanos. Se había logrado una suerte de guerrilla pueblerina, que de cuando en vez, se cruzaba en feroces tiroteos contra el personal del ejército que trataba de mantener la epidemia a raya... al transcurrir una semana, no quedaba felino a cincuenta kilómetros a la redonda, por lo que las ratas comenzaron a ser el problema fundamental, los roedores se multiplicaban cada vez más y no había lugar donde estar seguro. En las noches había toque de queda, debido a que en la segura oscuridad la muerte salía a las calles y merodeaba en búsqueda del alimento que da sustento a su especie. Caminaban por los cables de electricidad, entraban en los hogares por las chimeneas o por cualquier abertura posible, y en caso que no la hubiera, las ratas se encargaban de roer las paredes y hacer túneles por los que se metían dentro de cualquier lugar. Las familias se encerraban en las casas, armados a más no poder con cualquier cosa que pudiera ser usada para su defensa personal. En la silenciosa noche solo se escuchaba el constante castañetear de dientes buscando invadir la privacidad de los distintos hogares. Era imposible dormir en paz, la calma luz de la luna y las parsimoniosas estrellas titilaban dulcemente en el firmamento pero cada tanto se escuchaba el atronador sonido de los disparos, o los gritos desgarrados de los quienes no podían parar la invasión de roedores y eran devorados salvajemente.
La situación se volvía cada vez más extrema, la población de ratas aumentaba caótica, inexorable. Los muertos se contaban en centenas, pero muy a pesar de esto, no había pestilencia en el aire debido a que los cuerpos nunca llegaban a descomponerse, apenas muertos, se deshacían en el aire. Salvo claro está, la de los pobladores y soldados que se cruzaban en duros altercados.
Lo que hasta hace un tiempo atrás era un bello y descansado paseo por el bosque, ahora se transformaba en una salida cada paso podía costar la vida. No había vuelta atrás, la epidemia amenazaba con extenderse hacia todo el estado y en poco tiempo a todo el país, por lo que el Presidente dio orden directa de hacer desaparecer la zona bajo un fuego incandescente que no dejara nada con vida por lo menos a cien kilómetros a la redonda. Los hombres del ejército recibieron la orden de retirada silenciosa apenas llegara la noche. Se llevaron varios especimenes portadores de este raro virus, servirían para investigación y desarrollo de alguna arma química con la cual atacarían a algún país cercano y así dominarlo fácilmente en caso que hiciera falta.
Los bombardeos salieron de la ciudad capital del estado a las cinco de la mañana con todo el arsenal sobrecargado. La decisión ya estaba tomada y ya se estaba poniendo en práctica. Algunos de los pobladores que rondaban el bosque se dieron cuenta de la silenciosa retirada que el ejército había hecho y volvieron a Villapueblo a advertir que algo raro sucedía. El intendente dio la orden que todos los ciudadanos se juntaran y salieran en sus vehículos cuanto antes. Los que no tuvieran vehículos, subirían en los buses de corta y mediana distancia que hubiera en el pueblo, y raudos se sumarían al éxodo de aquel hermoso y peligroso paraíso.
Entre las montañas, los rayos de febo penetraban el denso follaje dibujando hermosos haces de luz que iluminaban caóticamente el suelo fértil cubierto de hojas secas. La brisa soplaba tenue y las flores se movían en su dulce cadencia de aquí para allá como si nada importara, las mariposas se posaban sobre los delicados pétalos multicolor y colectaban el polen, las abejas zumbaban buscando mejor néctar, los conejitos buscaban las raíces más tiernas, los tallos más dulces, alguna que otra lechuza se encontraba sobre algún cadáver alimentándose de su carne muerta.
El sol comenzaba a acariciar los techos de Villapueblo cuando el sonido de los gigantescos motores de los bombarderos comenzaron a hacerse escuchar como truenos en el horizonte.
Nunca se supo si los pobladores que huyeron, llegaron a alejarse más de cien kilómetros de aquel pequeño pueblo perdido en la montaña cuando las primeras bombas detonaron al tocar el suelo rocoso.
El espectáculo era maravilloso, las bombas caían una tras otra sobre las montañas, sobre los valles, sobre los bosques, los ríos y cascadas… entre el fuego, el humo y las explosiones el paisaje iba tomando distintas formas, distintos colores. El sol quedó ensombrecido por las nubes de piedra molida que al cielo ascendían, por las cenizas del siniestro que por el calor se elevaban más y más altas, como algunas aves que escapaban hacia el horizonte buscando algún lugar donde la paz reine.

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