domingo, junio 30, 2024

Japanliebtmann

                   

Yo también amé en Japón.

Me impregné de aroma a sakura
bajo una lluvia casual de flores rosas y blancas,
caminé por sus callejas sin nombre 
buscando perdido mi identidad y destino.

Desde el peñasco, mientras nevaba, miraba el mar.

Vibró bajo mis pies la distracción de Daimoyojin
y pude ver, en la desprotegida orilla,
en las olas que venían sin piedad
las necesidades de Namazu
 y que todos queremos:
                         Libertad de acción y mutuo respeto.  

Sentí el corazón apretado y lleno de miedo
por andar tan aislado en medio de un mundo plagado
de monstruos paridos por egos heridos, malditos guerreros
y ponencias nucleares.

Yo también me incliné ante a todo  
y no miré a nadie directo a los ojos,
ni a los árboles, ni a las flores, ni a los monolitos ni a las figuras;
y es tal vez por eso que lloré, desconsoladamente, en Aokigahara,
pues cuando el otro deja de ser parte de uno 
y tu ikigai ha dejado de brillar,
tu destino se vacía de preguntas.

Añoro –de alguna manera extraña– 
las bellezas de esta tierra despreciada por sus vecinos,
azotada por sus tradiciones,
inmersa en sus convicciones
y obligada a doblegar esa rebeldía del ser humano 
de hacer lo que se le encante el orto 
sin importar lo que suceda al lado. 

Yo también amé en Japón.

Tuve esa inmanencia de ser japonés,
y sufrí sus costumbres 
y gocé sus delicias
aunque claro, en otra vida;
a la que no recuerdo 
pero que insiste en permanecer en mi alma 
como una nostalgia imposible 
como una necesidad que persiste
a pesar de no tener importancia.

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