Y yo que llegué a creer
que mis manos llegarían lejos,
que mi alma pasajera
andariega y solariega
en un sin fin de huellas
sumaría a la vera del camino
unos cuantos pasos perdidos,
que el viento susurraría mi nombre,
que los lagos guardarían mi imagen
reflejada en el espejo
cristalino y puro de agua.
Que mi cuerpo sería montaña
y que no hubiera nunca
bajo ninguna circunstancia
posibilidad alguna
que en el silencio me fundiera.
Y yo que creí
que no iba a ser el único
y que conmigo, sus pasos,
a la vera del camino se perdieran
impregnando su huella sobre otras huellas
grabando su imagen
en el espejo puro del agua
y que el ulular del viento en su soplar
dijera el nombre de cada uno
como una hermosa canción sin tiempo.
De nosotros no ha quedado nada
si quiera el vestigio de una civilización
que olvidó hacer, lo que tuvo que ser
y que ahora, de ella,
quedan solo estas palabras.
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