Embobado ante la belleza de sus labios, de sus palabras ligeras que a lo más profundo del alma llegan, a la suavidad de sus caricias, a la ternura de sus manos y ese candor tan especial que parece manar de sus dientes al sonreir, no podía más que asentir como idiota a cada uno de sus deseos, que aunque buenos, no dejaban de ser propios, por lo que en el fondo esos deseos, no eran más que pedidos egoístas que al cumplirse daban ínfulas deshonestas a su ingenua humildad.
Pobre hombre... la miraba con otros ojos, pues sus ojos, de tanto mirarla se habían gastado y sin quererlo hubo quedado ciego. Pero no por ciego el hombre necio deja de ver lo que quiere ver, pues en sus retinas antes de caer el telón oscuro, el recuerdo de aquello que lo cegó queda marcado como con fuego y lo llevará como un pesar por el resto de sus días.
Tal vez sea por eso que a cambio de un sueño entregó su alma sin siquiera chistar, sin que siquiera de sus labios escape un suspiro de protesta, o de sincero desapego. Quién la viera a ella y con la cáscara del huevo se quedara, entedería el porque del hombre que entregó todo a cambio de nada. Quien del huevo se queda el relleno, entedería porque el hombre se brindó por completo a quién no le llenó la copa con sus magias y se retiró sin siquiera alzar su copa.
Quien entiende a los demás comprende al hombre necio, ciego, solo... lo justifica y hasta tal vez pueda compartir la imagen que quedó grabada a fuego en sus párpados cerrados, o la palabra muda, que quedó atorada entre sus labios sellados, o tal vez, y con suerte, en una mirada pueda mostrar por sus ojos, a los ojos del otro, que sí... que dentro de su carne ya no moran más sus almas.
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