Desde el vano de la ventana miraba como se movía pequeñita la ciudad allí abajo. Desde el piso décimo todo parecía distante y distinto, las bocinas de los automóviles apenas se escuchaban como si fuera una mosca zumbando en algún lado de la habitación. Largó una larga bocanada de humo liviano que se alzaba al techo y agradecía su libertad. En el iris de sus ojos se reflejaban unas nubes paseanderas, la vecina de enfrente limpiando los cristales de su ventana, las cortinas bajas de otros departamentos y una pequeña luz incierta, de felicidad, melancolía, odio o algún sentimiento encontrado, brillaba como lucero en su mirada perdida. Aplastó el cigarro contra el marco de la ventana, tomó una silla que tenía por ahí cerca y la revoleó feroz contra el cristal que lo separaba de las distintas realidades que se vivían en ese lugar. El viento entró azotándole los cabellos hacia todos lados, sería la altura en la que estaba; sería su forma de hacer, ser y ver las cosas que al instante en que el último cristal caía desde la ventana hacia el abismo, echó a la fuga de la habitación que ocupaba, empezó a bajar las escaleras para llegar a la planta baja, pero ya de los demás departamentos de todos los pisos, más hombres o mujeres salían corriendo para ganar la escalera y llegar también a la planta baja. Acorde avanzaba y los pisos iban quedando atrás a modo de cuenta regresiva, más gente se aglomeraba en los pisos, en los palieres y pasillos, en cada escalón de cada escalera. Los ascensores se encontraban inútiles y dentro del edificio el chiflete corría sin frenos ni fronteras. A veces, por la presión que ponían todos al empujar para bajar más rápido, se generaban caóticas avalanchas humanas causales de heridos, peleas, gritos y confusión. La contrapartida subía desde la calle, miles de hombres pertenecientes a las fuerzas de seguridad, llegaban hasta la planta baja y trataban de controlar el cauce humanobestia desesperado que salía a modo de tromba anárquica y sin sentido. Los que primeros salían eran recibidos por la lluvia de vidrios rotos que caían desde todas las ventanas, de todos los pisos, de todo el edificio. La sangre empezaba a desparramarse como un secreto por la vereda y las ambulancias no paraban de ir y venir hasta el memorial hospital con heridos, algunos gravemente otros no tanto.
Los que quedaban ilesos pasaban al podio donde un señor elegantemente vestido, les daba un número y una llave; el ileso ganador levantó sus brazos y toda la tribuna aplaudía y vitoreaba a los que ilesos llegaban. Al más mínimo corte, quedaban descalificados, por lo que los médicos y jurados examinaban minuciosamente a cada competidor antes de entregarles el número y la llave.
Sonrió. Sonrió grande y lindo mientras veía caer los cristales como lluvia sobre el tránsito y los transheúntes, pitó su cigarro y largó una larga bocanada de humo liviano que se alzó al techo silencioso y misterioso. En el iris de sus ojos una pequeña luz incierta brillaba como lucero en su mirada perdida. Tomó sonriendo la silla que estaba por ahí cerca y se sentó en ella a mirar por la ventana y a imaginar; imaginar como sería todo si nada tuviese ni pies ni cabeza. Pitó por última vez su cigarro y lo apagó en el marco de la ventana mientras su mente volaba libre por ahí.
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