Cuando conocí a Jillian sentí que por primera vez podía sonreír siendo yo
no me hicieron falta máscaras, ni disfraces,
no tuve que construir un escenario para mostrarme inundado en luces
ni mis bruces sentían la obligación disparatada de repetir palabras usadas
por tantos muertos que aún rescriben en los cuadernos
las cosas que ya no dicen pero que otros repiten
como si fueran verdad absoluta.
A Jillian los perros le ladraban y los gatos la ignoraban
pero a ella lo que le importaba realmente era la libertad
las palomas estaban por encima de las avestruces
y los lémures por sobre los pesados elefantes rellenos de recuerdos
y tradiciones que no sanan.
Jillian prefería la quietud al alborozo
el abrazo al frío y silencioso andando solo
el beso del adiós que deja el candor de para siempre en los labios.
Amaba la libertad, pero odiaba el infinito.
Sí señores, aunque no quieran creerlo
Jillian también odiaba
pero nunca me odió a mí
siempre se odió a ella misma.
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