- Aristides! Le dije que no se permite correr en los pasillos, Gomez... deje a ese chico en paz por favor... Marquez, otra vez? siempre lo mismo con usted Marquez?...- los llamados de atención del director de la escuela fueron acallados por el timbre del recreo. Todos los niños volvieron a sus aulas dejando los pasillos sordos, vacíos, sin pasos apresurados, riñas bobas y estruendosas risas. Caminó pesadamente por los pasillos, sin rumbo, sin destino, sabía que al llegar a su oficina todo sería distinto. Se sentaría en su sillón detrás del escritorio, desconectaría el cable del teléfono que va directamente al tubo, se pondría de pie sobre el escritorio y pasaría el cable telefónico por encima de la araña, haría un nudo firme a modo de lazo, introduciría en este su cabeza y aseguraría el cable alrededor de su cuello ajustándolo lo más posible, daría un paso hacia su destino pero antes de llegar sus pies quedarían colgando del aire, pataleando como loco la falta de oxígeno, con su cuerpo arqueándose, saltando, tratando de zafar de esa improvisada horca que de a poco le iría quitando la vida. Al final su corazón dejaría de bombear, sus pulmones de respirar, sus músculos de luchar y quedaría allí su cuerpo colgando. Una imagen patética colgando del cuello, seguramente orinado, lleno de excrementos que se liberarían al relajarse sus músculos...
A cada paso que daba, la imagen dejaba de ser solo un pensamiento difuso para convertirse en una idea tangible, en una posibilidad latente, en una necesidad de liberación. Aunque liberarse... la muerte no nos libera de nada, eso enseñaba él hace años a sus niños y sin embargo ahora... ahora se encontraba preso de sí mismo, de sus actitudes, de sus formas y maneras, él era esclavo y carcelero de su propio ser, de su ser íntimo e indispensable. Cuántos caminos recorridos y nunca nada hizo para seguir su voz interior, para lograr la paz, o fundamentar con hechos lo que su corazón entendía y había aprendido al cabo de los años. Hoy ya tenía la decisión tomada, sus pasos que sonaban en el suelo retumbaban haciendo eco entre las paredes y el techo del largo pasillo que llegaba hasta la dirección, su vista fijada en aquella puerta de entrada a su oficina pero sin ver nada, salvo aquella patética imagen de su cuerpo colgando y la señora que limpia entrando al habitáculo para hacer el aseo cotidiano y verlo allí, sin vida, mecido por la fría y blanca mano de la muerte. Seguro gritaría un grito espantoso y sonoro que se haría escuchar por todas las aulas del colegio. Una especie de sádica sonrisa asomó en sus labios.
Sentía en las sienes el palpitar de su corazón que se aceleraba acorde se iba acercando hasta su sino, las manos le sudaban y la boca se le secaba más y más, allí adelante su destino lo esperaba. Por primera vez en toda su vida sabía a donde iba, como serían las cosas, el incierto ya no sería esa cosa molesta que anda dando vueltas alrededor del inconciente y atorando las posibilidades y oportunidades de la conciencia. No tendría que repetir los apellidos de los niños nunca más, ni imponer reglas absurdas, decirle a un niño que no corra, que no grite, que no se pelee con los otros niños... que cosa estúpida, cuanta contranatura existente en ese declinable templo de poder e instrucción, la educación deberían haberla tenido en su hogar, sus padres son los educadores... pero claro, como hacer que los padres entiendan esto cuando la mayoría de las veces, ambos, mamá y papá, están todo el tiempo fuera de casa buscando conseguir todo lo posible para darle una vida mejor a su retoño, y llegan molidos de sus trabajos y apenas tienen tiempo para abrazarlos y contarles lo hermosos que son, lo necesarios que son, lo importante que es tener una buena educación para que nadie les saque ventaja, para que no los aplasten y hagan callar esos farsantes que todo lo dirigen. Cómo educar a los padres para que eduquen a sus hijos? No era su tarea, su tarea la cumplía día tras día, buscando los mejores métodos, los mejores docentes, avivando la llama interna del educador para que enseñe, para que abra puertas y evacúe dudas. Esa era su tarea, no la de seguir a cada niño enseñándole que hacer con su boca. Comenzó a escuchar en su mente las mil y un voces de los padres con reclamos soberbios, estúpidos, que a veces defienden lo indefendible hasta que te dejan entre la espada y la pared, con unas ganas locas de tirarte de una ventana y que se metan todas sus locuras en su parte profunda. Su corazón estaba debocado, parecía querer salirse de su pecho, cada latido retumbaba en todos sus órganos que parecían temblar ante la nefasta idea del suicidio. Su mente estaba turbada por todos los problemas, los niños, las carencias que sufren muchos de ellos, algunos padres que no comprenden sus obligaciones o peor aún, sus límites. Al llegar a su oficina giró el picaporte de la puerta y al abrirla de par en par se vio colgado, con sus pies bailando en el aire, bañado por todas las excresiones que de su cuerpo manaban cayendo al suelo dejando un charco. Sintió el fétido olor de las mismas y se le revolvió el estómago, arqueó su cuerpo dando largas arcadas queriendo vomitar pero nada salía de él, sobre todo, esa imagen que se repetía en sus párpados como fundida a fuego de su propio cuerpo. Quiso recuperar la cordura, si él estaba en la puerta de la oficina, imposible sería que fuese él mismo quien estuviese allí colgando, por lo que intentando recomponerse se irguió y para su sorpresa la imagen seguía allí, moviéndose a modo de péndulo de aquí para allá desparramando sus jugos desprejuiciadamente.
Sentía en las sienes el palpitar de su corazón que se aceleraba acorde se iba acercando hasta su sino, las manos le sudaban y la boca se le secaba más y más, allí adelante su destino lo esperaba. Por primera vez en toda su vida sabía a donde iba, como serían las cosas, el incierto ya no sería esa cosa molesta que anda dando vueltas alrededor del inconciente y atorando las posibilidades y oportunidades de la conciencia. No tendría que repetir los apellidos de los niños nunca más, ni imponer reglas absurdas, decirle a un niño que no corra, que no grite, que no se pelee con los otros niños... que cosa estúpida, cuanta contranatura existente en ese declinable templo de poder e instrucción, la educación deberían haberla tenido en su hogar, sus padres son los educadores... pero claro, como hacer que los padres entiendan esto cuando la mayoría de las veces, ambos, mamá y papá, están todo el tiempo fuera de casa buscando conseguir todo lo posible para darle una vida mejor a su retoño, y llegan molidos de sus trabajos y apenas tienen tiempo para abrazarlos y contarles lo hermosos que son, lo necesarios que son, lo importante que es tener una buena educación para que nadie les saque ventaja, para que no los aplasten y hagan callar esos farsantes que todo lo dirigen. Cómo educar a los padres para que eduquen a sus hijos? No era su tarea, su tarea la cumplía día tras día, buscando los mejores métodos, los mejores docentes, avivando la llama interna del educador para que enseñe, para que abra puertas y evacúe dudas. Esa era su tarea, no la de seguir a cada niño enseñándole que hacer con su boca. Comenzó a escuchar en su mente las mil y un voces de los padres con reclamos soberbios, estúpidos, que a veces defienden lo indefendible hasta que te dejan entre la espada y la pared, con unas ganas locas de tirarte de una ventana y que se metan todas sus locuras en su parte profunda. Su corazón estaba debocado, parecía querer salirse de su pecho, cada latido retumbaba en todos sus órganos que parecían temblar ante la nefasta idea del suicidio. Su mente estaba turbada por todos los problemas, los niños, las carencias que sufren muchos de ellos, algunos padres que no comprenden sus obligaciones o peor aún, sus límites. Al llegar a su oficina giró el picaporte de la puerta y al abrirla de par en par se vio colgado, con sus pies bailando en el aire, bañado por todas las excresiones que de su cuerpo manaban cayendo al suelo dejando un charco. Sintió el fétido olor de las mismas y se le revolvió el estómago, arqueó su cuerpo dando largas arcadas queriendo vomitar pero nada salía de él, sobre todo, esa imagen que se repetía en sus párpados como fundida a fuego de su propio cuerpo. Quiso recuperar la cordura, si él estaba en la puerta de la oficina, imposible sería que fuese él mismo quien estuviese allí colgando, por lo que intentando recomponerse se irguió y para su sorpresa la imagen seguía allí, moviéndose a modo de péndulo de aquí para allá desparramando sus jugos desprejuiciadamente.
Volvió a bajar la vista, trató de tomar un poco de aire que le limpie los pulmones de ese olor espantoso, que le oxigene el cerebro y pueda pensar correctamente. Pero no había modo, seguía viéndose allí, frente a la puerta y colgando de la araña simultáneamente. Se tomó la cabeza con ambas manos y cayó al piso exasperado, con el espíritu roto. Su cabeza daba vueltas, nada tenía sentido, lágrimas comenzaron a brotarle de los ojos mientras se revolcaba en su propia angustia.
Escuchó sonar el timbre del recreo y los niños comenzaron a salir de sus aulas con sonrisas en sus labios, con ganas de jugar y divertirse, de olvidarse un poco el tedio de las horas de clase, de los verbos, las ecuaciones, la geografía... Aristides fue el primero en salir de una de las aulas corriendo a toda velocidad hacia el lado de los baños, llevaba en la mano un gorro de fútbol, después de él salía Antúnez corriendo tras él seguramente buscando el gorro pero este se veía interceptado a mitad de camino por el gordo Gomez que apenas lo vio, una sonrisa cínica se dibujó en su boca y le impidió pasar a fuerza de empellones y amenazas, en tanto Margarita, la dulce Margarita, desde un rincón del pasillo le mostraba la bombacha a todos los que por allí pasaban. Sus ojos se desorbitaron aún más cuando se dio cuenta que todos los niños corrían y jugaban sin notar la patética imagen de su cuerpo colgando vergonzante, de él mismo acostado frente a la puerta de su oficina descubriendo seguramente otra vez su propio cuerpo colgando y pudriéndose poco a poco, y los niños jugaban y corrían delante de él sin siquiera reirse por ver a su director en el suelo. Se sentía un fantasma vestido de traje entre un montón de inquietos guardapolvos blancos, se puso de pie, trataba de frenar a los niños que se le escapaban de las manos como se escapan los granos de arena. Los latidos de su corazón retumbaban fuertemente dentro de sí, sentía que no podía respirar, que algo inmanejable lo tenía a su disposición como si él fuera un maldito títere sin vida. Escuchó el grito de una niña, un grito de felicidad, levantó la vista hacia el comienzo del pasillo que había recorrido hasta llegar a la puerta de su oficina donde la cruenta realidad del pasado como siempre lo esperaba. Quedó absorto al verse también allá, donde todo hace un rato había comenzado. Se vio mirando a los niños y llamándoles la atención a cada uno - Aristides! Le dije que no se permite correr en los pasillos, Gomez... deje a ese chico en paz por favor... Marquez, otra vez? siempre lo mismo con usted Marquez?...-
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