El temblor echó el alma del hombre al suelo e hizo vibrar su espíritu de un modo tan agudo que logró creer acercarse a la sinfonía de lo divino, a pesar de verse reflejado en sus propias lágrimas que por temor caían, no pudo (o tal vez no quiso) reconocerse a sí mismo. Tal vez, la exquisita vergüenza de sentirse tan insignificante, lo hizo darse cuenta que a pesar de tanto milagro, no deja de ser tan frágil como una pluma cayendo a merced del viento hacia el embravecido y profundo mar.
El temblor solo duró unos segundos, segundos necesarios que marcarán por años su existencia, su anecdotario, su porque y su por qué... que mostró su vulnerabilidad, y aunque vulnerable no pudo destruirlo cosa que obligó al necio hombre a creerse por sobre todas las cosas, más allá del tiempo, del horizonte, de la existencia.
El temblor alimentó el ego, y el ego rebasó el espíritu con audacia y la audacia desbordó al verbo de soberbia, la soberbia ahogó a la humildad que estaba echada a los pies, mientras, la inocente ignorancia era testigo de tal crimen, y por las dudas acalló todas esas obligadas preguntas que necesitan respuestas. Y claro... sin curiosidad es fácil olvidar aquello que por no comprender se adora, y por temor se respeta.
El temblor también mostró el otro rostro, ese que se oculta por miedo a ser tomados por débiles y cobardes, ese que se oculta a sabiendas y sin vergüenza, ese rostro que suele ser solidario y compasivo con quien está en cualquier situación que ningún alguien quisiera atravesar.
El temblor mostró que el serhumano no es lo mismo que ser humano, qué para serlo hay cosas que debemos sacar de nuestras mochilas, dejarlas a la vera del camino y seguir adelante más allá de los límites preestablecidos.
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