Había llegado a la ciudad de Cardiff después de haber atravesado los montes Cámbricos, haber pasado por Carmarthen, Rhonda, Merthir y algunos otros pueblos pequeños de vaga importancia. La ciudad de Cardiff no lo esperaba y por suerte el tampoco esperaba nada de ella, en si, lo que estaba buscando era escaparse de si mismo, escaparse de ese reflejo que lo miraba con desdén y preocupación del otro lado del espejo en su ciudad natal, en algún lugar del norte de su amada Escocia. Entro en un hotel, situado cerca del puerto, frente al canal. Era de tarde y el sol caía como siempre en el oeste. Su habitación tenia vista a la calle y al mar, el olor a pescado provenía como poción venenosa y se le metía por las narinas y se le incrustaba en el hipotálamo. Odiaba el pescado y todo lo que a este animal se refiere. El frío comenzaba a bajar sobre Cardiff y decidió salir por las calles galesas a disfrutar un poco de sus soledades e indistintas idiosincrasias. Sentía el raro alivio de la soledad y la falta de si mismo. Detrás, allá en Escocia, se había dejado. Sabia que no se encontraría allí en Gales, el jamas se hubiese imaginado estar recorriendo esas calles llenas de magias y encantos distintos, grises por supuesto, como todas las ciudades del mundo. Por estar en la isla de Gran Bretaña no esperaba que el sol acaricie continuamente su rostro anejado y huidizo, por la época del ano tampoco esperaba que el calor lo abrace en medio de esa fría soledad. El ya se había cansado un poco de si, un poco de no. El ya se había cansado de estar el mismo en cada espejo, en cada reflejo. Necesitaba sentirse realmente solo aunque sea una vez en la vida. El frío le llegaba a los huesos y el sonreía sintiéndose vivo, con el frío que le entraba y le salía por la boca en forma de vapor de agua. Había dejado hace rato esa manía de los guantes en las manos que lo desacostumbraban a la fría sensación que tanto le gustaba y disfrutaba. Se sentó en el café Tres plumas, o algo así, allí cerca de la marea que indecisa mojaba y no las costas galesas. Pidió una cerveza que caliente llego a la mesa dentro de un vaso de vidrio. Medio litro de cerveza como le gusta a todos los isleños. La bajo de un saque dentro de su gaznate y sonrío casi empíricamente. Claro que lo tomo todo de un solo sorbo por miedo a encontrarse de frente con sus ojos que lo mirarían indagando como siempre lo hacían. Dejo sobre la mesa un par de libras, y sin querer mas nada se fue caminando puerto abajo hasta llegar al muelle donde como un fuelle se arrugo todo hasta con su pecho tocar sus rodillas flexionadas. Estiro un poco el brazo y del suelo con tablones transversales, tomo una piedra que la arrojo desde la baranda al mar que allí abajo se movía como una masa uniforme y única que se rompía con cada uno de los palos que lo mantenía en pie desde el fondo hasta allá arriba. Llego al final del muelle con una sonrisa triste entre los labios, desdibujada. Miro hacia el horizonte izquierdo viendo como el sol le ocultaba el rostro, todo su rostro, detrás del horizonte que se tenia de los colores del atardecer, la noche ganaba terreno en el este y de a poco se iba internando en el oeste a medida que el sol le daba la vuelta, por quien sabe que otra vez, desapareciendo. Una lagrima rodó por su rostro y desdibujó el horizonte ingles, mas allá del canal de Bristol. La otra orilla se veía tan serena, por lo general siempre, los horizontes, las otras orillas, son serenos, se ven serenos mas bien, los que no, son los horizontes trémolos que uno mismo pergenia e imagina. La luna comenzaba coqueta a maquillarse frente al espejo de agua inquieta de pálidos y dulces colores. Sus lagrimas caían ya cotidianas y metódicas, una tras otra, como marcando el tiempo de su tristeza que crecía rápidamente. En cierta forma estaba cansado de huir, pero en cierta otra esto le hacia sentir un raro orgullo consigo mismo, y esto le causaba aun mas confusión de la que ya sentía. La noche ya coronaba y reinaba todo ese hemisferio, la osa mayor había parido un par de constelaciones mas, en tanto el, con paso inseguro, se había subido a la baranda que separaba al muelle del vacío, de la necedad. Abrió los brazos crucificándose. El viento cada vez mas gélido le acariciaba los huesos, rodeándoselos, apretándolos suavemente primero, con fuerza después. Hizo el salto final sin saltar siquiera, dejándose caer. El mar lo abrazo al llegar rodeándolo lento con sus manos de agua brava, de agua clara y revuelta.
Ni su inconsciente quiso salvarlo, ni su consciente quiso salvarse, creía estar escapando de una vez por todas de si mismo.
Cerró los ojos y se hundió en el agua, dando la última bocanada de aire para su alma, tan sólo para su alma. Comenzó a nadar hacia el fondo de la mar, sin importarle más que un bledo la nada.
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