Los vientos fríos silbaban la triste canción del otoño, las hojas bailaban hasta estrellarse contra algo, ruedas, árboles, casas o como fue por casualidad, en el zapato del cartero que entregaba siempre el correo atrasado. Hombre ya de sesenta años largos y buena pensión, que gozaba del trabajo más que ningún otro, de paso seguro, las cartas marcaban la dirección de su rumbo como el viento a las hojas, sonrió mirando su pie...(en toda su vida nadie había sido tan cariñoso con él como lo era ahora esa hoja)llenó sus mejillas con una amplia sonrisa mientras una lágrima rodaba por el rostro de ese hombre, con los recuerdos jugándole una mala pasada; observaba la hoja acariciándole la su suela que no quería reposar en el suelo, el viento se hacía más y más fuerte y la hoja, no parecía querer soltar el pie del cartero, lo abrazaba con la punta de sus dedos y con sus piernas se aferraba fuertemente a su cintura como para no caerse, la cabellera marrón caía en una perfecta perpendicularidad al piso y a Mimí; (su primer novia)esa mujer sí que sabía todo lo que a él le hacía feliz...todo, todo es una forma de decir, ya que después de cuatro años de noviazgo y sólo seis meses de separación debido a un viaje que Mimí había hecho a Europa...él, le propuso matrimonio frente al mar en un ocaso impotentemente infinito, esa tarde fue el deleite de los dioses, sus miradas repletas de amor se entrecruzaban en el aire y sus pieles expedían ese salvaje olor que profiere la carne del sexo...
-Mimí... casate conmigo...te amo.-Hombre de mucho sentir y pocas palabras.Ardía la mirada de Mimí y su boca transformada en pasión esbozó entre risas.
-Pero...mi amor-su tono era suave, la palma abierta de su mano izquierda acariciaba una mitad del rostro del cartero-yo estoy casada hace seis años.-Los ojos de él perforaron la mirada de ella como dos dagas ardiendo, se dio media vuelta y comenzó a caminar apresurado, como quien patea recuerdos mientras huye, llorando con la mayor de las penas...y ella, en ese entonces, reía desencajada, cuasienloquecida, mientras él, se perdía doblando en la esquina del boulevard.
Una lágrima rodó por el rostro de dulce anciano, parpadeó y vio la hoja, su hoja, como daba una voltereta por su empeine y asirse fuertemente a su tobillo, recién allí, con la hoja a salvo de ser aplastada por su pie, el viejo cartero descanso su pie apoyándolo por completo, veía la hoja subir por su pierna, rodando, sensual, mojando con su lengua cada pequeño tramo de su piel mientras gemía "...Estela, sí que era fogosa...tendría que haberlo imaginado...". Este hombre era más conocido del barrio como un romántico sentimental de los que ya no quedan, no habría concretado su amor en nupcias por más que lo haya propuesto ciento un veces(de hecho así lo llamaban en su barrio....el cartero ciento uno).Tal vez sí...Estela fue la más apasionada de la centena de amores que lo atosigaron durante el transcurso de su sexagenaria vida, típica italiana del sur de Nápoles, morena de piel y cabello, ojos verdes, labios finos y rojos, delgada de cara estilizada pómulos altos y nariz respingona... La Loren , así la llamaban en el bar donde trabajaba de bailarina nudista, cosa que el cartero ciento uno, ignoraba por completo hasta el día de su despedida de soltero.Otra lluvia de pasado cayó por el rostro del cartero, otra sonrisa melancólica surcó sus viejas pieles; la hoja ya había depositado todo su cuerpo en su vientre y entonces...recordó a Clara, mujer con la que por fin si se iba a casar; Clara había implantado la esperanza, por esas cosas de la vida había quedado embarazada, él...sería padre. La alegría lo desbordaba en ese entonces y en cambio ahora, el pecho le dolía al pensar en ella, de todas las mujer Clara había sido su verdadero amor, en sus ojos cerrados el pasado se dibujaba con ellos sentados en el parque, con el sol del ocaso coqueto reflejado en el espejo de agua tranquila que gobernaba a modo de lago el centro del parque; abrazados en ese banco, bebiendo el paisaje, él acariciaba el vientre embarazado por sus genes, por su sangre...mientras ella, simplemente sonreía, ambos fantaseaban nombres, carreras, parejas y destinos de esa pobre criatura aún nonata. Sus suegros, Clara y él, habían decidido, en una cena de caro restaurante, que casarse sería lo mejor antes que Clarita diese a luz, harían la boda en una capilla no muy a alejada, una fiesta muy íntima y listo.
El cartero ciento uno consiguió que sus más íntimas amistades atestiguasen lo que sería , su eterna felicidad.
Todos de frac, caminando como pingüinos se subieron a sus coches y llevaron al afortunado y sorprendido ciento uno que todavía no podía creer que al fin le había llegado su hora, anonadado él viajaba rumbo a la capilla no tan alejada, perplejo, feliz sonriendo como borrego iba el cartero a besar su incierto destino que allí no tan lejos lo esperaba, a partir de ese momento y con la gracia de un dios distinto al de los demás estarían él y ella unidos eterna y enteramente.
Llegaron y el auto detuvo su marcha; todos los pingüinos entraron por el portal de la capilla con gran pompa. Ni su mujer, ni sus suegros se habían presentado todavía a la boda, su boda; claro que los amigos de ciento uno trataban de socavar los ánimos con chistes, bromas y hasta llegaron a decir que Clara, no era la mujer para él, pero, sin embargo...el párroco fue el único que lo tranquilizó un poco diciéndole, así como al pasar, que ella ya llegaría, que tal vez se encontraban retrasados por el tráfico, la incertidumbre y el dolor del cartero lo llevaron a la desesperación y a pensar en esas cosas, malditas cosas, los amigos del cartero no le querían comentar que ya hace un rato largo habían llamado a Clara a su casa por medio de un teléfono cercano a la capilla; nadie del otro lado había atendido ninguno de los rings desesperados, acongojado en medio de una nada, suspiraba diciéndose que el párroco tenía la razón entre sus manos y que su preocupación, la del cartero, no servía de nada.Esperaron cuatro horas, nunca llegaron.Un llamado importante, de último momento, obligó al párroco a echar al cartero y sus amigos de la capilla, ellos se fueron a emborrachar a un bar, el cartero se dedicó a buscar explicaciones en el fondo de botellas y soledades, el párroco huyó de la capilla para ir a darle la redención a cuatro almas en pena que habían fallecido camino al hospital después de un accidente y sufrimientos varios.
Pasó un año de resentimientos cuando el cartero se enteró que Clara, su suegra, su suegro y su pequeño fruto habían muerto en ese accidente el mismo día de su boda yendo para la capilla, claro que el resentimiento pasó a ser dolor puro al saber que el mismo párroco que los casaría, fue el que se encargó de salvar del sufrimiento a esas almas suegras, a esa alma Clara y a esa almita que poseía todas las esperanzas.Dos lágrimas dieron de beber a la hoja sedienta por el trajín de la escalada a fuerza de azares y vientos, la sedienta y cansada hoja escaló hasta llegar a su pecho, enquistándose allí, como se enquistan los recuerdos, las sonrisas y las penas.Pensó en Raúl casi sin quererlo pensó en Raúl, atacó el inconsciente. Raúl, bailarín gay de danza postmoderna; se habían conocido, intermediando claro, una amiga en común, (otra, de sus grandes frustrados amores, al darse cuenta gracias a ella, que estar juntos arruinaría lo lindo que compartían)...en fin, se conocieron en una fiesta, Raúl desde el primer momento había posado su mirada sobre los fornidos hombros del cartero, y la habría dejado descansar en sus labios de hombre desesperado que se había jurado a sí mismo, no volver a amar.
Entre parloteos, copas y brindis, Raúl logró acercarse y encontrar al cartero en un intercambio, de a poco empezaron a conocerse; poco a poco, como el felino conoce primero a su pieza, pasó el tiempo...Raúl se absorbía más y más en la mirada de ciento uno, a veces hasta, perdía el habla.
Cenaron juntos más de una vez, cenaron juntos frente a los leños ardiendo, conversando de esas cosas que no hay que conversar, arte, política, religión, amor.
La noche del tres de marzo, pese a que no tomaba alcohol, tomó valor con tres botellas de whisky, entró en la casa de ciento uno, gritando y llorando por el dolor que desgarraba su pecho, se adentró en la alcoba de su amor secreto abriendo la puerta despacio, tembloroso...llenó de temor lo vio de lleno tendido en su cama semi desnudo, sensual, con sábana de seda roja apenas ocultando sus partes nobles, en su mano un cigarrillo se consumía solo, tomó el coraje necesario y se hizo notar sigilosamente como el gato que busca al ratón, Raúl se acuclilló junto a ciento uno; el parquet del piso cedió bajo la presión del cuerpo del bailarín avisándole a ciento uno que ya no estaba solo. Abrió los ojos y por el rabillo notó que Raúl estaba a su lado, sonrieron, sonrieron cómplices y silenciosos.
-Picarón-susurró ciento uno-pero...joder, cómo te diste cuenta...bueh! qué importa, lo que importa es que estás acá, desnudate que nos vamos a divertir un buen rato.-allí, en esa frase, el mundo de Raúl cambió, había vuelto a creer en un dios, que por sus gustos diferentes al resto, no lo aceptaba en su religión ni en su casa. Era una bendición; al fin, de una vez por todas contra viento y marea podría conquistar su ilusión, sus ojos brillaban y soñaban mientras se desnudaba a los apurones.
-Ché Raúl...querés champagne?-
-Usualmente no bebo, aunque hoy...-
-Dale, es para festejar , ya sabés es la primera vez que vos...que yo...bueno no hace falta más, o no?-
-Bueno, dale...-a ver visto la sonrisa dulce y pudorosa que Raúl se traía entre los labios.
Ciento uno se puso de pie y al fin mostró su entera desnudez, el bailarín no sacaba la vista de encima de esa hombría que pendía del cartero, estaba anonadado como quien viaja por primera vez en un subterráneo, sentía la magia de Adonis en cada pulgada de piel del romántico cartero, llegó al aparador, tomó dos copas; otra vez esa mirada de hace un rato se había vuelto a cruzar, cómplice, soñadora. Ciento uno se acercó de frente sin ocultar nada. Raúl acostado seducía apenas escondiendo sus dotes, bajo la sábana de seda, el cartero se adentró en la cama con las copas llenas que en una danza rito, tintinearon en lo alto de todos los brindis. Chin, chin.
-Por nosotros...-dijo uno.
-Por nuestra primera vez...-dijo el otro.Rieron y tan fuertemente lo hicieron, que sus carcajadas se escuchaban desde la calle.
-Ey! qué son todas esas risas? mire ciento uno que por dos es otro precio.-escapó del baño una voz fémina.
-La fiesta es fiesta-gritó brindando con el aire-yo invito...-Raúl dejó caer su maxilar inferior, su mirada se le llenó de un mal asombro, su corazón no latió por unos instantes, una puerta chirrió tras de él, se volteó y vió una puerta, la del baño, que se abría y de allí salían dos hermosas mujeres; una, pequeña oriental y una negra corpulenta de formas y sinuosidades exageradas pero increíblemente proporcionadas, vestidas apenas, mostrándose danzando entre ellas, pecho contra pecho y preservativos en sus manos.
El sueño y la noche habían muerto, Raúl se puso de pie llorando desesperado con un ataque de histeria femenina y una pizca de neurosis masculina; mezcla extraña por demás. Raúl echó a correr y luego de atravesar toda las casa, cruzó las calles, cruzó las manzanas, cruzó la plaza y en la vías del tren separó su alma de su dócil y joven cuerpo.Una lágrima de culpabilidad rodó por el rostro gentil del cartero ciento uno, mientras la hoja habiendo abandonado su cuello se depositó frente a sus ojos dejando en su visión un paisaje áridamente otoñal,cegándolo por completo en unos pares de segundos tortuosos que sin querer, o queriendo, volvieron a despertar los recuerdos del cartero.
La ceguera, le hizo acordar a Jennifer, una mendiga ciega que lisonjeaba en la puerta de la iglesia cada domingo del año; Jennifer entre charlas y limosnas se había convertido en una gran amiga, por horas incurrían en el submundo de la filosofía, la política, etc.
Iban de café en café conversando hasta el amanecer, habían veces que charlaban durante dos días seguidos sin dormir ni acostarse y a pesar de los rumores que hacían correr las malas lenguas...a ciento uno, poco le importaba esos rumores que corrían por sobre y los costados de ellos; aunque a decir verdad, a Jennifer...también no le importaba un bledo, es más, comentaban casi siempre los rumores y entre ellos reían hasta la lágrima.
Jennifer era una mujer de alma noble y pura, que seguramente ganó un lugar en el paraíso, al ser atropellada por un colectivo mientras él compraba cigarrillos.
El pecíolo de la hoja, provocaba un cosquilleo obviamente molesto en la nariz del cartero; una lágrima, y otra y salieron despedidas tras un estornudo, la hoja, simplemente, voló mezclándose con otras, en medio de la marrón calle, él corrió en su búsqueda, y entre aquellas aguas de mareas otoñales, él la distinguió; pudo ver a su hoja de ceibo seca hasta morir, asesinada por el fastuosos e inexorable otoño, pudo ver su hoja marchita plagada de recuerdos...pudo ver su hoja, pero no pudo ver la motocicleta del correo privado que doblaba en la esquina acelerando inconscientemente sobre él.
El cielo gris otoñal, horas después, había mutado su calidad de gris por raso, cielo raso de hospital, la habitación, la suya, que otro número podría tener que el trece, su cuerpo yacía en la cama conectado a un montón de extraños aparatos, televisores y demases que con líneas inquietas parecían enchufarlo a la eternidad.
Una suerte de juguera llena de aire se insertaba a su nariz por medio de dos tubos de goma, una cánula alimentaba sus venas y a su cuerpo con sangre nueva, la mirada perdida seguía atenta en sus recuerdos y en su mente una sola pregunta se repetía como un eco apenas perceptible.
-Mimí... casate conmigo...te amo.-Hombre de mucho sentir y pocas palabras.Ardía la mirada de Mimí y su boca transformada en pasión esbozó entre risas.
-Pero...mi amor-su tono era suave, la palma abierta de su mano izquierda acariciaba una mitad del rostro del cartero-yo estoy casada hace seis años.-Los ojos de él perforaron la mirada de ella como dos dagas ardiendo, se dio media vuelta y comenzó a caminar apresurado, como quien patea recuerdos mientras huye, llorando con la mayor de las penas...y ella, en ese entonces, reía desencajada, cuasienloquecida, mientras él, se perdía doblando en la esquina del boulevard.
Una lágrima rodó por el rostro de dulce anciano, parpadeó y vio la hoja, su hoja, como daba una voltereta por su empeine y asirse fuertemente a su tobillo, recién allí, con la hoja a salvo de ser aplastada por su pie, el viejo cartero descanso su pie apoyándolo por completo, veía la hoja subir por su pierna, rodando, sensual, mojando con su lengua cada pequeño tramo de su piel mientras gemía "...Estela, sí que era fogosa...tendría que haberlo imaginado...". Este hombre era más conocido del barrio como un romántico sentimental de los que ya no quedan, no habría concretado su amor en nupcias por más que lo haya propuesto ciento un veces(de hecho así lo llamaban en su barrio....el cartero ciento uno).Tal vez sí...Estela fue la más apasionada de la centena de amores que lo atosigaron durante el transcurso de su sexagenaria vida, típica italiana del sur de Nápoles, morena de piel y cabello, ojos verdes, labios finos y rojos, delgada de cara estilizada pómulos altos y nariz respingona... La Loren , así la llamaban en el bar donde trabajaba de bailarina nudista, cosa que el cartero ciento uno, ignoraba por completo hasta el día de su despedida de soltero.Otra lluvia de pasado cayó por el rostro del cartero, otra sonrisa melancólica surcó sus viejas pieles; la hoja ya había depositado todo su cuerpo en su vientre y entonces...recordó a Clara, mujer con la que por fin si se iba a casar; Clara había implantado la esperanza, por esas cosas de la vida había quedado embarazada, él...sería padre. La alegría lo desbordaba en ese entonces y en cambio ahora, el pecho le dolía al pensar en ella, de todas las mujer Clara había sido su verdadero amor, en sus ojos cerrados el pasado se dibujaba con ellos sentados en el parque, con el sol del ocaso coqueto reflejado en el espejo de agua tranquila que gobernaba a modo de lago el centro del parque; abrazados en ese banco, bebiendo el paisaje, él acariciaba el vientre embarazado por sus genes, por su sangre...mientras ella, simplemente sonreía, ambos fantaseaban nombres, carreras, parejas y destinos de esa pobre criatura aún nonata. Sus suegros, Clara y él, habían decidido, en una cena de caro restaurante, que casarse sería lo mejor antes que Clarita diese a luz, harían la boda en una capilla no muy a alejada, una fiesta muy íntima y listo.
El cartero ciento uno consiguió que sus más íntimas amistades atestiguasen lo que sería , su eterna felicidad.
Todos de frac, caminando como pingüinos se subieron a sus coches y llevaron al afortunado y sorprendido ciento uno que todavía no podía creer que al fin le había llegado su hora, anonadado él viajaba rumbo a la capilla no tan alejada, perplejo, feliz sonriendo como borrego iba el cartero a besar su incierto destino que allí no tan lejos lo esperaba, a partir de ese momento y con la gracia de un dios distinto al de los demás estarían él y ella unidos eterna y enteramente.
Llegaron y el auto detuvo su marcha; todos los pingüinos entraron por el portal de la capilla con gran pompa. Ni su mujer, ni sus suegros se habían presentado todavía a la boda, su boda; claro que los amigos de ciento uno trataban de socavar los ánimos con chistes, bromas y hasta llegaron a decir que Clara, no era la mujer para él, pero, sin embargo...el párroco fue el único que lo tranquilizó un poco diciéndole, así como al pasar, que ella ya llegaría, que tal vez se encontraban retrasados por el tráfico, la incertidumbre y el dolor del cartero lo llevaron a la desesperación y a pensar en esas cosas, malditas cosas, los amigos del cartero no le querían comentar que ya hace un rato largo habían llamado a Clara a su casa por medio de un teléfono cercano a la capilla; nadie del otro lado había atendido ninguno de los rings desesperados, acongojado en medio de una nada, suspiraba diciéndose que el párroco tenía la razón entre sus manos y que su preocupación, la del cartero, no servía de nada.Esperaron cuatro horas, nunca llegaron.Un llamado importante, de último momento, obligó al párroco a echar al cartero y sus amigos de la capilla, ellos se fueron a emborrachar a un bar, el cartero se dedicó a buscar explicaciones en el fondo de botellas y soledades, el párroco huyó de la capilla para ir a darle la redención a cuatro almas en pena que habían fallecido camino al hospital después de un accidente y sufrimientos varios.
Pasó un año de resentimientos cuando el cartero se enteró que Clara, su suegra, su suegro y su pequeño fruto habían muerto en ese accidente el mismo día de su boda yendo para la capilla, claro que el resentimiento pasó a ser dolor puro al saber que el mismo párroco que los casaría, fue el que se encargó de salvar del sufrimiento a esas almas suegras, a esa alma Clara y a esa almita que poseía todas las esperanzas.Dos lágrimas dieron de beber a la hoja sedienta por el trajín de la escalada a fuerza de azares y vientos, la sedienta y cansada hoja escaló hasta llegar a su pecho, enquistándose allí, como se enquistan los recuerdos, las sonrisas y las penas.Pensó en Raúl casi sin quererlo pensó en Raúl, atacó el inconsciente. Raúl, bailarín gay de danza postmoderna; se habían conocido, intermediando claro, una amiga en común, (otra, de sus grandes frustrados amores, al darse cuenta gracias a ella, que estar juntos arruinaría lo lindo que compartían)...en fin, se conocieron en una fiesta, Raúl desde el primer momento había posado su mirada sobre los fornidos hombros del cartero, y la habría dejado descansar en sus labios de hombre desesperado que se había jurado a sí mismo, no volver a amar.
Entre parloteos, copas y brindis, Raúl logró acercarse y encontrar al cartero en un intercambio, de a poco empezaron a conocerse; poco a poco, como el felino conoce primero a su pieza, pasó el tiempo...Raúl se absorbía más y más en la mirada de ciento uno, a veces hasta, perdía el habla.
Cenaron juntos más de una vez, cenaron juntos frente a los leños ardiendo, conversando de esas cosas que no hay que conversar, arte, política, religión, amor.
La noche del tres de marzo, pese a que no tomaba alcohol, tomó valor con tres botellas de whisky, entró en la casa de ciento uno, gritando y llorando por el dolor que desgarraba su pecho, se adentró en la alcoba de su amor secreto abriendo la puerta despacio, tembloroso...llenó de temor lo vio de lleno tendido en su cama semi desnudo, sensual, con sábana de seda roja apenas ocultando sus partes nobles, en su mano un cigarrillo se consumía solo, tomó el coraje necesario y se hizo notar sigilosamente como el gato que busca al ratón, Raúl se acuclilló junto a ciento uno; el parquet del piso cedió bajo la presión del cuerpo del bailarín avisándole a ciento uno que ya no estaba solo. Abrió los ojos y por el rabillo notó que Raúl estaba a su lado, sonrieron, sonrieron cómplices y silenciosos.
-Picarón-susurró ciento uno-pero...joder, cómo te diste cuenta...bueh! qué importa, lo que importa es que estás acá, desnudate que nos vamos a divertir un buen rato.-allí, en esa frase, el mundo de Raúl cambió, había vuelto a creer en un dios, que por sus gustos diferentes al resto, no lo aceptaba en su religión ni en su casa. Era una bendición; al fin, de una vez por todas contra viento y marea podría conquistar su ilusión, sus ojos brillaban y soñaban mientras se desnudaba a los apurones.
-Ché Raúl...querés champagne?-
-Usualmente no bebo, aunque hoy...-
-Dale, es para festejar , ya sabés es la primera vez que vos...que yo...bueno no hace falta más, o no?-
-Bueno, dale...-a ver visto la sonrisa dulce y pudorosa que Raúl se traía entre los labios.
Ciento uno se puso de pie y al fin mostró su entera desnudez, el bailarín no sacaba la vista de encima de esa hombría que pendía del cartero, estaba anonadado como quien viaja por primera vez en un subterráneo, sentía la magia de Adonis en cada pulgada de piel del romántico cartero, llegó al aparador, tomó dos copas; otra vez esa mirada de hace un rato se había vuelto a cruzar, cómplice, soñadora. Ciento uno se acercó de frente sin ocultar nada. Raúl acostado seducía apenas escondiendo sus dotes, bajo la sábana de seda, el cartero se adentró en la cama con las copas llenas que en una danza rito, tintinearon en lo alto de todos los brindis. Chin, chin.
-Por nosotros...-dijo uno.
-Por nuestra primera vez...-dijo el otro.Rieron y tan fuertemente lo hicieron, que sus carcajadas se escuchaban desde la calle.
-Ey! qué son todas esas risas? mire ciento uno que por dos es otro precio.-escapó del baño una voz fémina.
-La fiesta es fiesta-gritó brindando con el aire-yo invito...-Raúl dejó caer su maxilar inferior, su mirada se le llenó de un mal asombro, su corazón no latió por unos instantes, una puerta chirrió tras de él, se volteó y vió una puerta, la del baño, que se abría y de allí salían dos hermosas mujeres; una, pequeña oriental y una negra corpulenta de formas y sinuosidades exageradas pero increíblemente proporcionadas, vestidas apenas, mostrándose danzando entre ellas, pecho contra pecho y preservativos en sus manos.
El sueño y la noche habían muerto, Raúl se puso de pie llorando desesperado con un ataque de histeria femenina y una pizca de neurosis masculina; mezcla extraña por demás. Raúl echó a correr y luego de atravesar toda las casa, cruzó las calles, cruzó las manzanas, cruzó la plaza y en la vías del tren separó su alma de su dócil y joven cuerpo.Una lágrima de culpabilidad rodó por el rostro gentil del cartero ciento uno, mientras la hoja habiendo abandonado su cuello se depositó frente a sus ojos dejando en su visión un paisaje áridamente otoñal,cegándolo por completo en unos pares de segundos tortuosos que sin querer, o queriendo, volvieron a despertar los recuerdos del cartero.
La ceguera, le hizo acordar a Jennifer, una mendiga ciega que lisonjeaba en la puerta de la iglesia cada domingo del año; Jennifer entre charlas y limosnas se había convertido en una gran amiga, por horas incurrían en el submundo de la filosofía, la política, etc.
Iban de café en café conversando hasta el amanecer, habían veces que charlaban durante dos días seguidos sin dormir ni acostarse y a pesar de los rumores que hacían correr las malas lenguas...a ciento uno, poco le importaba esos rumores que corrían por sobre y los costados de ellos; aunque a decir verdad, a Jennifer...también no le importaba un bledo, es más, comentaban casi siempre los rumores y entre ellos reían hasta la lágrima.
Jennifer era una mujer de alma noble y pura, que seguramente ganó un lugar en el paraíso, al ser atropellada por un colectivo mientras él compraba cigarrillos.
El pecíolo de la hoja, provocaba un cosquilleo obviamente molesto en la nariz del cartero; una lágrima, y otra y salieron despedidas tras un estornudo, la hoja, simplemente, voló mezclándose con otras, en medio de la marrón calle, él corrió en su búsqueda, y entre aquellas aguas de mareas otoñales, él la distinguió; pudo ver a su hoja de ceibo seca hasta morir, asesinada por el fastuosos e inexorable otoño, pudo ver su hoja marchita plagada de recuerdos...pudo ver su hoja, pero no pudo ver la motocicleta del correo privado que doblaba en la esquina acelerando inconscientemente sobre él.
El cielo gris otoñal, horas después, había mutado su calidad de gris por raso, cielo raso de hospital, la habitación, la suya, que otro número podría tener que el trece, su cuerpo yacía en la cama conectado a un montón de extraños aparatos, televisores y demases que con líneas inquietas parecían enchufarlo a la eternidad.
Una suerte de juguera llena de aire se insertaba a su nariz por medio de dos tubos de goma, una cánula alimentaba sus venas y a su cuerpo con sangre nueva, la mirada perdida seguía atenta en sus recuerdos y en su mente una sola pregunta se repetía como un eco apenas perceptible.
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