En unos minutos más doce campanadas anunciarían la llegada de un nuevo día, uno de esos días en que el pasado se transforma en presente y todo es un deleite azar, un día lleno de almíbares, caricias y calores del pasado que subirían de las entrañas y por más que no quisiera, lo obligarían a sonreír feliz de la vida; nunca nadie podría imaginar y mucho menos él, que un pequeño e insignificante sobresalto podría arruinar el esperado momento.
Las dos agujas se juntaron escondiéndose una tras la otra, las doce, la hora de las brujas, fué avisada por el reloj antiguo de péndulo al dar su primer gong, asustado por el ruido inesperado, dejó caer la taza llena de café bien caliente como era su preferencia. El café cayó sobre sus desnudas piernas, con la segunda campanada sintió su piel resquebrajarse y despellejarse, sentía la carne arder, en un acto inconsciente saltó de su silla, está salió hacia atrás estrellándose contra la mesita de cristal que sostenía el juego de porcelana china de la dinastía ming, mongo o algo así, todos los vidrios y porcelanas estallaron por los aires desparramándose por todo el piso de la habitación, la tercer campanada, le hizo notar que el dolor le era insoportable, se desplomó sobre la mesa y la misma no soportó tanto peso y ambos cayeron, claro que todas la vajillas que vestían la mesa, así también como los vidrios y porcelanas, se astillaron filosamente y cubrieron el piso de un filoso y cortante peligro; al sonar la cuarta él aún rodaba de la mesa hacia el marco de la puerta dónde golpeó su cabeza, de su nariz una catarata de sangre amenazaba un tabique roto; el dolor era insufrible, quiso tomarse el rostro y hundió su índice en el ojo derecho, cuando la quinta campanada avisaba que ese día podría dejar de ser uno de sus favoritos, claro que él se negaba a esa idea, moviendo torpemente las piernas como cuando un niño berrea, sus pies encontraron el mueble de roble lleno de trofeos, más cristalería, platería y algunas que otras menudencias, el imperceptible sexto gong fué acallado por el ruido de las cosas que caían, algunas en el piso, algunas en su cuerpo y otras tantas en su cabeza; la suerte llevó a que allí hubiese dejado un frasco de pimienta negra india que tanto tiempo, dinero y esfuerzos le había costado conseguir, al sonar la séptima ese frasco cayó al lado de su cabeza que se restregaba por el piso presa de tanto dolor, la pimienta se le metió por la rota nariz y en la octava campanada, con la nariz roja, cuasi alérgica, comenzó a estornudar en una forma harto molesta y desgraciada, sus piernas le ardían, el ojo hinchado en compota, su cabeza golpeada a fuerza de trofeos, el estornudar continuo y tajante, todo lo hacía perder la razón y salirse de sus casillas; al sonar la novena, pensó que el azar no le haría ésta mala jugada, trató de enfentarse a su gran día sonriendo, orgulloso, trató en ponerse de pie pero las astillas de vidrio, porcelana, y otras cosas se comenzaban a clavar en sus rodillas, aguantando el dolor apoyó un pie levantando la rodilla sangrante, sus pies comenzaron a sangrar también, se irguió como el demonio se yergue en las sombras, sonrió, un vahído llegó a su cabeza, seguramente provocado por el dolor y atravesó con todo su cuerpo la puerta de vidrio que separa el comedor del invernadero, clavándose los vidrios que caían filosos como guillotinas sobre su espalda, sus muslos... al sonar la décima, una pila de macetas de ladrillos bravucona le quebró un par de costillas; ya sentía su cuerpo ajeno y el mareo era terrible pero por una de esas casualidades el golpe contra las macetas lo había puesto de pie junto al picaporte de la puerta del invernadero, escuchó la onceava, su día llegaría, y él doliente, sufrido lo recibiría de pie, pese a los golpes y las cortaduras, él lo recibiría de pie, quiso descansar entre esa y la última campanada que traería consigo a su día, se apoyó apenas en la puerta de acceso al invernadero olvidando que la cerradura se la habían roto unos ladrones ese mismo día por la mañana y esa puerta era imposible cerrarla. La puerta se abrió sacándole el único apoyo que había recibido en ese ínfimo lapsus que gobiernan las doce campanadas; cayó, cayó desde el abismo de la puerta hasta las escaleras donde siguió rodando hasta que llegó a la calle, suspiró, como quien suspira por no llorar, miró el cielo carente de estrellas; sonrió grande y sarcástico, sin recordar a Rubén el basurero, que pasaba por allí con su camión, todos los días a las doce en punto.
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