Nunca entendió que ese ciruelo le iba a traer problemas a todo el barrio. Sabía que los pibes de las cuadras circundantes no iban a dejar pasar la mejor época de la ciruela sin al menos hacer el intento de robarse un par de kilos cuando menos. Por informes recibidos en el patio del recreo, en el monumento a la bandera, en el kiosco de la esquina, comenzamos a saber que el golpe sería dado el fin de semana, el domingo, a la hora de la misa. Mi cuadra era una cuadra segura, entre todos cuidábamos las casas de todos, era un plan infalible el cual siempre nos mantuvo muy tranquilos. Los domingos por la tarde todos en la cuadra concurríamos al mismo templo, en el mismo lugar, a la misma hora y cantábamos y orábamos hasta salir impregnados de incienso y la conciencia tranquila al menos por un rato. No sé de qué, pero los grandes siempre se juntaban un rato en la puerta e intercambiaban tarjetas personales y promesas fáciles de romper. La sorpresa fue total al volver y encontrar un hueco en el lugar del ciruelo. No quedaba ni un rastro de él hacia ningún lado. Alguno aventuró que el pergeñador de todo había sido un topo mal aprendido, pero rápidamente nos dimos cuenta que esto no era posible. El golpe psicológico recibido fue de tal magnitud que no se cómo contarles… el barrio se vino abajo, los vecinos dejaron de cuidarse las casas entre ellos, se sentían ofendidos, distantes, vulnerables. Se sentían violados. Marcos, el de la esquina fue el primero en irse, se mudo a un piso alto en el centro de la ciudad. Ni siquiera compra ciruelas cuando va al súper, pobre si lo vieran, anda estreñido como chino que descubre el queso rallado. El segundo fue el matrimonio Gutierrez y el pibito, Oleo. Cuántas chanzas que le gastamos a ese pobre niño por llamarse así. Ellos ni siquiera dejaron su nuevo paradero, una noche se escuchó un ruido de un auto a toda velocidad por la carretera y a la mañana siguiente solo las ruedas marcadas en el pavimento. La puerta de la casa abierta y todas sus cosas esperando para ser secuestradas por cualquiera, por lo que entonces, nadie dejó nada en esa casa. Se dice que un par de horas después volvieron y al encontrar todo saqueado el padre mató a su esposa, a su hijo y después se suicidó. Se dice también que el tipo había envenenado el agua y como verán todavía estoy acá… aunque claro, explicaría el porque Lona Maltera, la de la esquina y Elbio Rossi murieron de modo extraño y feroz sin previo aviso. Una mirada tetánica había en sus ojos, en su rostro una siniestra mueca de horror y en sus manos un pequeño vaso de vidrio a medio llenar. Tuvimos todos tantos miedos que no tomamos agua en dos meses. Así como les cuento, de a uno, se fueron yendo todos. Pero mis viejos no, mis viejos eran testarudos y no pensaban dejar atrás todo el esfuerzo y todos los tiempos que habían depositado allí, día tras día de su horrenda y eterna vida. Al tiempo vinieron vecinos nuevos, fueron reemplazando de a poco a Lona, a Elbio, al matrimonio Gutierrez, a Marcos y así formamos otra nueva sociedad, tal vez no tan perfecta como la anterior, pero si mucho menos dependiente unos de otros, donde nos dábamos las manos para saludarnos, para ayudarnos o para darnos aliento en los momentos complicados. Cuando pusieron un árbol de limones en el lugar donde alguna vez estuvo el de ciruelas, mi papa tomó un hacha e hizo percha el árbol en breves instantes. A partir de ese día, nunca más volvió a pasar nada en mi barrio, y sin embargo hay noches, en las que la complicidad de las sombras y el silencio de la luna, me hacen pensar en el como y el por qué se habría cometido el espantoso crimen del ciruelo desaparecido.
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