De pronto se cayeron todas mis cartas ante vos,
quedé desnudo, vulnerable, invisible,
podías ver a través de mí como se puede ver
el ominoso atardecer en el diáfano día.
Y me arrodillé y abdiqué mi mundo a tus pies,
tus hermosos pies, que cada vez que pisan
dejan huella en mis mil caminos;
y un sentido, y un destino, a eso que alguna vez soñé.
Y de repente todas las sombras fueron paridas
y todos los monstruos brotaron de esas sombras,
y fui la carne, y fui el arroz, y fui el sazón
de tu plato preferido mientras reías enardecida
de a bocados delicados como dama francesa
de la corte de Luis XV, devoraste mis elecciones,
mis pretensiones, mis razones, mis deseos e ilusiones,
con sutileza sistemática y perversa
te limpiabas, con una servilleta blanca y de hilo,
la sangre que escapaba luego de cada mordisco,
y en tus ojos, un brillo celestial, parecía jurar
que cuando terminaras tu cena, al fin me amarías.
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