el cuervo se había puesto
justo detrás del cristal cerrado,
y con su negro pico picoteaba el marco
antes que la ventana se ensuciara
con sangre, horror y silencio.
Todos dijeron no ver nada
ni escuchar,
era imposible tal verdad,
un crimen tan brutal
debería haber tenido, al menos,
un último alarido
desgarrador y profundo
que estremeciera al mundo
si más no fuera
por un segundo.
Pero nadie escuchó nada
ni los golpes, ni los cortes, ni los gritos,
ni los huesos al quebrarse
ni la carne al desgarrarse,
nadie escuchó el furioso río de sangre
corriendo sin prejuicios desde las tripas
hasta el pasillo.
Nadie oyó las súplicas,
los ruegos, las amenazas,
todos dijeron estar en la holganza
o lavar los platos, lavando la ropa,
estando aquí pero en otra
y fue que tal vez por eso
no vieron que nadie entrara o saliese
jugando a los empujones con la muerte
a través de ninguna puerta
a través de alguna ventana.
El cuervo, tal vez único testigo,
se posó en el hombro del marido
que llegaba con guantes de cuero
enfundando sus manos.
Era invierno.
Al ver a su esposa en el suelo
descuartizada y sangrando
cayó de rodillas al piso
exigiendo a Dios ¿Quién lo hizo?
Dicen donde vivo
que los cuervos repudian a los malos actores
será que fue ese el motivo
por el que con un picotazo
lastimó el cuello del arrodillado,
y sin más se fue volando rápido
como un mal presagio,
como huyen los testigos,
como mueren los soplones.
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