El fútbol es el deporte de las masas, en todo el mundo la gente se enloquece bajo el furor que causan los colores que algo más de veinte tipos visten, transpiran y defienden.
En la Argentina el espectáculo de las tribunas siempre es mayor de lo que pasa en el rectángulo de césped, las hinchadas saltan y cantan durante más de los noventa minutos y cuando el equipo de uno es el que gana, se ven las populares infestadas de alegría saltando ilimitadas, cantando desafinadas picarezcos cantos ofensivos hacia los contrarios, bailando felices y abrazándose unos con otros sin importar status, sexo, color o religión. En la cancha solo importan los colores del corazón. No hay otra pasión que se le iguale en todo el mundo. Hombres, mujeres y niños festejan los triunfos y lloran a destajo cada derrota. Hay veces que la cancha es un hervidero de sensaciones y si en el partido, el resultado o algo a la hinchada le resultó injusto en las calles a trompada limpia se busca hacer justicia. Viéranlos como a fieras con el corazón y el ego heridos, buscando revancha sea como sea, con el alma destruida, descargando toda su impotencia contra los vidrios de las vidrieras, contra la policía que custodia, contra cada bicho que da vueltas, pero con más ganas y más fuerza se desata la fiereza contra la otra hinchada, que por el contrario y por ganar, alienta. Pobres bestias de poco entendimiento, la pasión y el negocio los cega, hay quienes viven de ir a la tribuna, tienen sueldo, jubilación, pasajes entradas gratis y hasta un fondo de pensión, pero eso sí, laburan toda la semana esperando el día del partido, juntan fondos y colectan, para pitos, bombos, matracas y banderas. Y llega el día del partido y comienza la fiesta, menester de cada uno es dislocarse las cuerdas vocales de tanto putear al referí, al juez de línea, al técnico del equipo, a los jugadores, y por lógica y más que a nadie, a la dirigencia de cada institución.
Uno a la cancha siempre llega un rato antes para sacar la entrada y vivir desde el minuto cero, esa hermosa sensación, come hamburguesas de las parrillas improvisadas, choripanes, uno que otro pancho y si tiene sed, le pide al cocacolero que le alcance una gaseosa que pasa por mil manos antes de llegar a las tuyas.
Cuando uno va de visitante se suma a una larga cola donde te llenan de escupitajos y meadas desde las tribunas altas, y te putean y puteas, sin importarle a nadie nada... eso si, cuando uno juega de local es otra la historia, todos somos camaradas y compañeros, nos reconocemos en las pasiones y en los gestos, nos consolamos en la derrota y festejamos como hermanos cada partido ganado, y a veces también con los que empatamos, aunque siempre uno lo que quiere es humillar al rival y ganar todos los domingo sin parar. Las banderas se despliegan, la tensión crece esperando a los equipos, los cánticos comienzan a llenar el ambiente de fiesta y al momento exacto que el capitán del equipo local pone un pie en el verde césped, una lluvia de papelitos llena el cielo de colores, las bengalas pintan de neblina polvorosa y los cantos de la hinchada, ultiman a los jugadores para que estos defiendan a muerte los colores de nuestro estandarte.
Los cantos obligan a los jugadores a dejar por los colores la vida, que vale nada en comparación a la necesidad de ganar a como de lugar. El otro equipo pisa la cancha y apenas unos pocos visitantes se hacen escuchar, es siempre más el insulto, grito y canto del local, que el valiente visitante que tal vez recorrió medio país para ver a su equipo ganar.
Y comienza el partido, después del pitido inicial la euforia va creciendo acorde los minutos pasan, las hinchadas alientan y meten presión y empujan a sus jugadores a meter para adelante, a no aflojar ante los otros, a no rendirse ni abdicar, el ganar es lo único que a los once gladadiores les debe importar. Se defiende más que los colores, es el honor lo que está en juego por eso es que a cada gol una humana avalancha grita, corre, festeja y se abraza, por eso es que a cada gol un silencio de muertos y se putea siempre a todos los que tuvieron culpa de esa última jugada.
Es tan divertido ir a la cancha, ver el show de sus guerreros dentro y fuera del campo de juego, no conozco nadie en el mundo entero que ya de adulto cambie sus colores, si que cambien de religión, de esposas, de apellidos y hasta de sexo, pero nunca nunca cambian el equipo de fútbol del cual son adictos y adeptos. No cabe duda que el fútbol es el deporte más lindo, lo jugamos todos, los intelectuales, los burros, los pobres, los ricos, los rengos, los tuertos, los ciegos... Da oportunidades como ninguna otra cosa en este mundo, no importa si sos gay, si sos negro, amarillo, blanco, judío, musulmán o cristiano, si sos abstemio o sos borracho, solo hay que llevar la pasión en el corazón por la número cinco, por la redonda, por el fulbo, por el color del estandarte de la gente a cada lado alentando y arengando a que su equipo salga a la cancha a ganar o ganar. Seremos siempre soldados de los colores que tenga nuestra alma, aunque gane, empate o pierda, siempre estaremos alentando los colores de nuestra bandera.
En la Argentina el espectáculo de las tribunas siempre es mayor de lo que pasa en el rectángulo de césped, las hinchadas saltan y cantan durante más de los noventa minutos y cuando el equipo de uno es el que gana, se ven las populares infestadas de alegría saltando ilimitadas, cantando desafinadas picarezcos cantos ofensivos hacia los contrarios, bailando felices y abrazándose unos con otros sin importar status, sexo, color o religión. En la cancha solo importan los colores del corazón. No hay otra pasión que se le iguale en todo el mundo. Hombres, mujeres y niños festejan los triunfos y lloran a destajo cada derrota. Hay veces que la cancha es un hervidero de sensaciones y si en el partido, el resultado o algo a la hinchada le resultó injusto en las calles a trompada limpia se busca hacer justicia. Viéranlos como a fieras con el corazón y el ego heridos, buscando revancha sea como sea, con el alma destruida, descargando toda su impotencia contra los vidrios de las vidrieras, contra la policía que custodia, contra cada bicho que da vueltas, pero con más ganas y más fuerza se desata la fiereza contra la otra hinchada, que por el contrario y por ganar, alienta. Pobres bestias de poco entendimiento, la pasión y el negocio los cega, hay quienes viven de ir a la tribuna, tienen sueldo, jubilación, pasajes entradas gratis y hasta un fondo de pensión, pero eso sí, laburan toda la semana esperando el día del partido, juntan fondos y colectan, para pitos, bombos, matracas y banderas. Y llega el día del partido y comienza la fiesta, menester de cada uno es dislocarse las cuerdas vocales de tanto putear al referí, al juez de línea, al técnico del equipo, a los jugadores, y por lógica y más que a nadie, a la dirigencia de cada institución.
Uno a la cancha siempre llega un rato antes para sacar la entrada y vivir desde el minuto cero, esa hermosa sensación, come hamburguesas de las parrillas improvisadas, choripanes, uno que otro pancho y si tiene sed, le pide al cocacolero que le alcance una gaseosa que pasa por mil manos antes de llegar a las tuyas.
Cuando uno va de visitante se suma a una larga cola donde te llenan de escupitajos y meadas desde las tribunas altas, y te putean y puteas, sin importarle a nadie nada... eso si, cuando uno juega de local es otra la historia, todos somos camaradas y compañeros, nos reconocemos en las pasiones y en los gestos, nos consolamos en la derrota y festejamos como hermanos cada partido ganado, y a veces también con los que empatamos, aunque siempre uno lo que quiere es humillar al rival y ganar todos los domingo sin parar. Las banderas se despliegan, la tensión crece esperando a los equipos, los cánticos comienzan a llenar el ambiente de fiesta y al momento exacto que el capitán del equipo local pone un pie en el verde césped, una lluvia de papelitos llena el cielo de colores, las bengalas pintan de neblina polvorosa y los cantos de la hinchada, ultiman a los jugadores para que estos defiendan a muerte los colores de nuestro estandarte.
Los cantos obligan a los jugadores a dejar por los colores la vida, que vale nada en comparación a la necesidad de ganar a como de lugar. El otro equipo pisa la cancha y apenas unos pocos visitantes se hacen escuchar, es siempre más el insulto, grito y canto del local, que el valiente visitante que tal vez recorrió medio país para ver a su equipo ganar.
Y comienza el partido, después del pitido inicial la euforia va creciendo acorde los minutos pasan, las hinchadas alientan y meten presión y empujan a sus jugadores a meter para adelante, a no aflojar ante los otros, a no rendirse ni abdicar, el ganar es lo único que a los once gladadiores les debe importar. Se defiende más que los colores, es el honor lo que está en juego por eso es que a cada gol una humana avalancha grita, corre, festeja y se abraza, por eso es que a cada gol un silencio de muertos y se putea siempre a todos los que tuvieron culpa de esa última jugada.
Es tan divertido ir a la cancha, ver el show de sus guerreros dentro y fuera del campo de juego, no conozco nadie en el mundo entero que ya de adulto cambie sus colores, si que cambien de religión, de esposas, de apellidos y hasta de sexo, pero nunca nunca cambian el equipo de fútbol del cual son adictos y adeptos. No cabe duda que el fútbol es el deporte más lindo, lo jugamos todos, los intelectuales, los burros, los pobres, los ricos, los rengos, los tuertos, los ciegos... Da oportunidades como ninguna otra cosa en este mundo, no importa si sos gay, si sos negro, amarillo, blanco, judío, musulmán o cristiano, si sos abstemio o sos borracho, solo hay que llevar la pasión en el corazón por la número cinco, por la redonda, por el fulbo, por el color del estandarte de la gente a cada lado alentando y arengando a que su equipo salga a la cancha a ganar o ganar. Seremos siempre soldados de los colores que tenga nuestra alma, aunque gane, empate o pierda, siempre estaremos alentando los colores de nuestra bandera.
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