Mari se encontraba enfrentada al cristal de la ventana y veía a través de él como si nada pasase allá afuera, aunque el cielo estuviese negro de hollín y el suelo regado de sangre y escombros, la mirada perdida de Mari parecía estar más inmersa, que salpicando las veredas con esperanza rancia y corroída por tanta maldad.
Había un silencio pétreo en todos lados, los mármoles parecían exigirse unos a otros los pedazos que les faltaban y a causa de tormentos se hallaban diezmados y en el suelo, confundíanse los colores de las piedras frías con la sangre roja casi bordo de coagulada que estaba, ni la lluvia lavaba las calles de la miseria que se sentía y vivía tanto adentro como afuera. El olor de las calles eran a carne o podrida o chamuscada, y esto apenas se vislumbraba ya que respirar era llenarse los pulmones de humo y polvareda que existían gracias a tanto siniestro.
Nadie sabía como había empezado, y lo más triste era que no se veía un fin, sería por las llamas que cubrían el horizonte con su humo negro por la combustión de tantos elementos que confundían esa delgada línea que separa la realidad de la esperanza. Para Mari no era cuestión de seguir, seguir es para el que cree que mas adelante hay algo que haga valer la pena intentar, y para ella esto no existía ya, toda su fe se había disuelto como azúcar en el agua cuando tuvo que atender tantos niños descuartizados por la locura de otros, tantos sollozos, tantas madres enloquecidas rasgándose las carnes, con sus manos llenas de culpas y lamentos, y sus lamentos llenos de histeria e impotencia, y la culpabilidad, aquella parte del alma que nos señala y nos hostiga, la culpa de no estar en donde ciertas cosas no deben pasar. Todo era pena y hastío y Mari se dejaba caer de rodillas al suelo, y temblaba sin llorar ya que sus lagrimales no lloraban a fuerza de golpes y tortuosas torturas que había sufrido su alma. Solo quedaba esperar que la tierra se abra y sulfurosas llamas y azufre surjan de las grietas de la tierra que no contenta descargaría con violencia. Contra todos.
Su cuerpo temblaba preso de pánico. Sus manos no eran sus manos, con sus manos recordaba dar pan, caricias, apoyo, ahora esas manos no servían para nada, no llegaban más allá del izquierda a derecha frenético, temblequeante, vivía el miedo, la no fe y el ya no más. Se apagó como una candela ante una frágil brisa justo antes que su ventana se estrelle contra el suelo de la avenida, sobre algún soldado o algún trashumante que estuviese corriendo por salvar su vida.
Había un silencio pétreo en todos lados, los mármoles parecían exigirse unos a otros los pedazos que les faltaban y a causa de tormentos se hallaban diezmados y en el suelo, confundíanse los colores de las piedras frías con la sangre roja casi bordo de coagulada que estaba, ni la lluvia lavaba las calles de la miseria que se sentía y vivía tanto adentro como afuera. El olor de las calles eran a carne o podrida o chamuscada, y esto apenas se vislumbraba ya que respirar era llenarse los pulmones de humo y polvareda que existían gracias a tanto siniestro.
Nadie sabía como había empezado, y lo más triste era que no se veía un fin, sería por las llamas que cubrían el horizonte con su humo negro por la combustión de tantos elementos que confundían esa delgada línea que separa la realidad de la esperanza. Para Mari no era cuestión de seguir, seguir es para el que cree que mas adelante hay algo que haga valer la pena intentar, y para ella esto no existía ya, toda su fe se había disuelto como azúcar en el agua cuando tuvo que atender tantos niños descuartizados por la locura de otros, tantos sollozos, tantas madres enloquecidas rasgándose las carnes, con sus manos llenas de culpas y lamentos, y sus lamentos llenos de histeria e impotencia, y la culpabilidad, aquella parte del alma que nos señala y nos hostiga, la culpa de no estar en donde ciertas cosas no deben pasar. Todo era pena y hastío y Mari se dejaba caer de rodillas al suelo, y temblaba sin llorar ya que sus lagrimales no lloraban a fuerza de golpes y tortuosas torturas que había sufrido su alma. Solo quedaba esperar que la tierra se abra y sulfurosas llamas y azufre surjan de las grietas de la tierra que no contenta descargaría con violencia. Contra todos.
Su cuerpo temblaba preso de pánico. Sus manos no eran sus manos, con sus manos recordaba dar pan, caricias, apoyo, ahora esas manos no servían para nada, no llegaban más allá del izquierda a derecha frenético, temblequeante, vivía el miedo, la no fe y el ya no más. Se apagó como una candela ante una frágil brisa justo antes que su ventana se estrelle contra el suelo de la avenida, sobre algún soldado o algún trashumante que estuviese corriendo por salvar su vida.
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