lunes, junio 18, 2007

Historia de Campo -- Cuento

El gallo recién había esgrimido su kikiriqueo del amanecer y Don Euterio ya se encontraba faenando, se despertaba antes que el sol salga, ponía en la salamandra la vieja pava plateada y calentaba el agua hasta casi hervirla. Desde que quedó viudo que no desayunaba su mate con torta frita o pan casero, esas son cosas de esposas pensaba, además un hombre que toma un buen mate por la mañana, qué falta le hace meterse una lonja de harina y agua refrita en grasa de cerdo? El sol empezaba a pintar mil y un colores en el cielo y la escarcha sobre la hierba se veía como si hubiera caído una fuerte nevada por la noche. Decir que Euterio, que era bastante austero, ya tenía una capa repelente del frío sobre su piel desnuda, no así su finadita que pasó a mejor vida después que el destino le abortó la sonrisa de una vez y para siempre. No pasaba mediodía que Euterio no llorase en silencio y con lágrimas secas cada vez que se sentaba cerquita de los leños crepitando y comía un guiso desde la olla con una cuchara de madera que el mismo había tallado. Tal vez fue el peor año para Don Euterio cuando el Diablo se llevó el alma de su amada dejando tras de sí, el sulfuroso rastro por donde había llegado, y por eso es que a Euterio, todas las cosechas se le marchitan sin plaga aparente de la noche a la mañana. El ganado le adelgaza de tal manera que ni para cinturón de enano alcanzaba el cuero pegado a las costillas de las bestias. Los cerdos, toda la piara, habían escapado después de destrozar la puerta del chiquero de una manera misteriosa; sus gallinas no ovulaban y la carne de éstas, se había vuelto negra y rancia. Todos los patos habían muerto, seguramente de un ataque al corazón por ver al rey de las tinieblas paseándose libremente con el alma de la Eugenia a cuestas, cabe aclarar que Eugenia era la mujer de Euterio, que también era su hermano, por esto es que él estaba convencido que a su amor se la había llevado el mismo Satán.
De chicos lo habían encontrado, desde su más tierna infancia el incesto culposo los había sometido inocentes jugando en el monte, y de allí en adelante todo les fue distinto. Mismo en la escuelita cuando aprendían sus primeras letras, se sentaban cerca uno del otro, ella con santa paciencia le repetía la fonética de las palabras mientras él con una tranquilidad única, le mostraba el dibujo de las letras, una por una, llenando los renglones en lápiz para poder borrarlo todo con miga de pan y empezar de nuevo mil y un veces, no en vano ambos tenían el mismo cuaderno por años y un lápiz más pequeño que el meñique de cualquiera de los dos. Otra no lágrima recorrió su rostro en el momento en que recordó al parroco de la iglesita de por ahí, resulta que éste los encontró de la mano, con las miradas entrelazadas y los labios llenos de amor... primero les dio de a palos para que sus lomos no olviden nunca las reglas y deberes dictadas por nuestro señor, después por las orejas los llevó hasta su rancho donde mamá Jacinta y papá Lamino esperaban con el fuego encendido y ese olor tan rico que escapaba de la olla en la que él ahora comía guiso con amargo sabor a pasado. El cura llegó con los dos niños asidos de las orejas, diciendo y repitiendo los salmos donde aclaraba el porque del mal del amor entre hermanos. Los de sangre, no el de los hermanos hijos del mismo padre, nuestro señor. Pateó la puerta del rancho y entró con los niños secuestrados y una metralla de palabras que escapaban de su boca, hirientemente. Los padres de Euterio y Eugenia cayeron de rodillas al suelo vergonzantes, sintiendo la culpa de algo que nada que ver tenían. Don Lamino y Jacinta, escucharon por horas al curita que repetía y repetía los salmos que ya había repetido y repetido durante todo el camino hasta que las orejas les quedaron rojas de palabras, encambio las de los niños, estaban bordó de lo apretadas que habían sido por el ministro de dios. Echaron a los hermanos del rancho, sin piedad ni compasión alguna, los echaron con lo que traían puesto y la olla de guisos para que no olviden. Los echaron de la escuela, de la iglesia, del pueblo... como perros expulsados a pesar que ninguno de los dos llegaba a los ocho añitos de edad, igualmente supieron mantenerse firmes en su postura, en su pensar, en su sentir y después de ligar flor de zurra brindada por Lamino y su rebenque, llorando chiquitos y abrazados se perdieron en el horizonte. Nunca más volvieron a su terruño natal ni tampoco nada supieron de sus padres nunca, ni del cura, ni de la escuelita que les enseñó a aprender que el mundo es más grande que lo que nuestros ojos ven.
Jamás volvieron a decirse hermanos, a partir de ese día se autoproclamaron marido y mujer, recorrieron mucho trecho juntos, uno y otro, atravesando vastos campos, queriendo alcanzar ese horizonte que anhelaban sus ojos, tratando de olvidar para siempre el pasado que siendo tan chicos cargaban en sus espaldas. Cansados de escapar, con las panzas crujiendo por el hambre que sentían y casi rendidos por el frío, se acostaron al borde de un sendero, se abrazaron a dormir bajo las estrellas en una noche que parecía ser la última, pero un gaucho que pasaba en su rocín por ahí, los encontró agónicos y acurrucados, los recogió momentos antes que la parca llegue a por ellos y los subió inconcientes al lomo del caballo. Los ató bien para que no se caigan y se los llevó a su ranchito en medio de la nada, donde una salamandra esperaba calentita con pan casero, mate cocido y algunas tortas fritas.
Era una familia feliz la de aquel gaucho, no tenían hijos por lo que los adoptaron con amor y los educaron en las artes campestres, hasta Euterio ganó el título de Don en una jineteada donde el zaino más taimado de la zona, cayó de rodillas en el piso, rendido y con la lengua afuera. Estaban tan distantes de todo que ni su sombra los encontraba, habían huido tan lejos que solo la olla que traían les recordaba de donde venían y por que habían llegado hasta allí, solo con mirarla sentían en su memoria el olor a guiso de la madre, el ardor del cuero crudo del rebenque, la palabra de dios enseñada a fuerza de puntero, la inocencia compartida en el patio de la escuela, en la orilla del río, bajo el sol del mediodía, en la inmensidad del horizonte.
Una noche Euterio, escuchó golpes en la puerta del rancho y espiando desde abajo de las mantas hechas con cuero de oveja, vio a la mujer del gaucho llegar a la puerta, abrirla y quedar helada frente a una ráfaga mortal de viento que dejó la casa fría, oscura y silenciosa. Murió al instante. En vano esperaron a que el gaucho volviera de sus tareas para contarle la historia de la muerte golpeando la puerta, esa misma noche el Zonda había soplado llevándose consigo el alma de más de un centenar de personas. Euterio entendió que el diablo los había descubierto y que su paraíso, idefectiblemente, se transformaría en el cadalso, por lo que entre Eugenia y Euterio prometieron amarse y cuidarse siempre, mas nunca tocarse, ni desearse, simplemente para no vivir en el incesto. Aunque ya era tarde, la desgracia había nacido y crecido con ellos, no existía camino posible a la salvación. A los pocos años de la muerte del gaucho y su esposa, ya habían tomado posesión del ranchito y se encargaban de todo, sembraban y cosechaban, pero cosechaban la mitad de lo sembrado y solo les era útil la mitad de lo cosechado. Pastoreaban, pero la mitad de las bestias moría de enfermedades extrañas de las que ningún veterinario podía rastrear cura u origen. Todo les costó siempre el doble, o el triple o más, estaban bajo la estigma de la mala estrella que les dio luz en su amanecer, mesmamente se mantuvieron firmes y fieles a su palabra, a su sentir, pese a que Eugenia perdió un embarazo, si, un embarazo extraño debido a que cuando Euterio sacó de sus entrañas el cadáver de su hijo no nato, tuvo primero que cortar el velo de la virginidad de Eugenia, y luego sacar el cadáver de su fruto, el niño, no parecía humano. Sus extremidades eran largas y terminadas en raras pezuñas, su cabeza era casi ovalada y tenía dientes, dientes blancos y filosos. Esa misma noche murió Eugenia de una hemorragia vaginal nunca antes vista. Euterio era bañado por la sangre que salía de a chorros y a borbotones mientras sostenía a aquel engendro en sus manos que le había arrebatado el amor de su lado, pero nunca de su corazón. Cansado de todo decidió comerse el feto crudo mientras lloraba desconsoladamente, con la sangre de ella regó sus tierras y al joven cuerpo de su esposa lo enterró bajo su cama para que duerman juntos eternamente, para siempre...
Cae la tarde. Todos los días son eternos para él, se despierta antes del kikiriqueo del gallo y comienza la faena con unos matecitos calentitos en su estómago, hasta que llega el mediodía donde come el guiso y recuerda con dolor su pasado que golpea cada vez que mastica un bocado, que mira al horizonte o que se echa a descansar con el deseo de no volver a despertar jamás.

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