le mira las piernas largas hasta el ruedo del guardapolvo,
siente el calor irresistible en el rostro
pero trata de sostenerse y mantener
esa mirada de inocente que en sus ojos sabe poner.
Vuelve a mirar al piso y a clavar su pera contra el pecho,
ve sus cordones desbolados, desatados, desprolijos,
los zapatos usados llenos de barro por picardía,
las medias en tres cuartos bajas por los tobillos
y los lienzos tapándole apenas las rodillas.
No puede hacer, ni decir, ni pensar en nada,
tiene escondidas sus manos tras la espalda
aún con vergüenza ni levanta la mirada,
no se culpa ni arrepiente, en su alma el calor se enciende.
Toma valor, y al fin se atreve.
Se atreve a mirarla a los ojos
y ponerse ante ella frente a frente
quita las manos de atrás de su espalda
para darle las flores rescatadas del barro
y contarle bajito y vergonzoso, todo lo que por ella siente.
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