martes, abril 17, 2007

Caos Organizado -- Novela -- 35ta entrega -- viene del 14/03/07

A partir del 14/03/07 y por sesentaidós capítulos, todos los días voy a estar subiendo de a dos capítulos, esta apasionante novela, madre nominal de este blog. La misma lleva por título, Caos Organizado, podrán encontrar aquí muchas cosas que nos hacen y deshacen como seres, personas y sociedad. Tal vez alguno pueda sentirse reflejado en ella, o encontrar la sin razón del porque y las razones de sobra que tiene cada por qué. La dejo en vuestros ojos y en vuestras manos con la esperanza que disfruten al leerla, tanto como yo al escribirla.-

Caos Organizado -- Novela

LVII

-Mierda!- exclamó deteniendo el auto en mitad de la oscura carretera en la noche sin luna. Golpeó el volante con ganas y molesto, ni el olor a nafta quedaba en el tanque del motor del auto. Comenzó a caminar despacio por el costado de la carretera recordando a Marisa y riéndose para sus adentros, haberla dejado allí, sola, en medio de la nada. Qué millones de cosas le podrían pasar? Tal vez había estado mal, sintió algo de culpa mientras caminaba pisando despacio y con justo cuidado, ya que sin luna, no podía ver más allá de su nariz. Un cartel rutero avisaba que a quince kilómetros la Ciudad Capital seguía estando. Se emocionó tontamente, pese a saber que la fábrica había volado por los aires, la idea de que allí todos hayan muerto le resultaba irascible, casi inventada. No se resignaba a creerlo. Mientras avanzaba en la oscuridad, escuchaba por casualidad ruidos de explosiones y disparos que iban haciéndose escuchar más y más a medida que dejaba atrás los metros y se acercaba al kilómetro cero. Cansado por la larga caminata y el hambre que se acrecentaba a cada paso, peleaba consigo mismo para seguir avanzando, caminó por horas con el sigilo necesario que la oscuridad le exige al caminante. Comenzó a caminar más rápido hasta que empezó a correr, algo pasaba que lo hacía desesperar, imágenes de Lucero se le cruzaban en los ojos y un dolor profundo en su pecho se hacía notar golpeándolo, quitándole la respiración. Parecía sentirse infeliz, más infeliz que nunca. Un dolor que jamás había sentido en carne propia, un dolor triste y huidizo que no huía, se le asía dil cuore y como sanguijuela le sorbía la vida. Vaya a saber cuánto tiempo corrió, cuánto tiempo pasó desde que él, con sigilo y tranquilo caminaba entre la oscuridad. Verlo ahora avanzando sin importarle con lo que se cruzaría, tan sólo arrastrado a la Ciudad Capital por una fea sensación. Guiándose por los sonidos que escuchaba, horribles sonidos de desesperación y muerte, corría sabiendo que todo estaría patas para arriba allí en esa ciudad que lo vio nacer y crecer. Sintió una muerte violenta que volvería a la vida en forma de conciencia. Una lágrima le cayó como un lucero que guía.
Se alegró, en cierta forma se alegró al llegar a los bordes que limitan a la Ciudad Capital con el resto de la República. Se alegraba de saber que si esos sonidos eran de explosiones y balas como él pensaba, significaba que sus cartas habían llegado y que el plan restriote funcionaba a la perfección. De la oscuridad de la noche un manto de estrellas sonriendo en un pedazo de cielo que recién ahora aparecía frente a sus ojos que se habían acostumbrado a la oscuridad. Atravesó los límites citadinos para encontrar su ciudad devastada y en llamas, con tanques y soldados que vestidos de rosa corrían, armados hasta los dientes, de aquí para allá disparando a la nada o a esos fantasmas y monstruos invisibles que se ocultan en la profundidad oscura de los miedos humanos.
Quedó asombrado viendo su suelo como campo de batalla, la carta que le había enviado a Gésus contando la saga de los restriotes se continuaba allí, en esa ciudad que lo había educado y parido. Olía el aire plagado de olor a quemado y pólvora usada, veía los edificios semidestruidos. Agazapado entre las sombras avanzaba con miedo a ser descubierto por alguno de aquellos rosas soldados con blancos cascos que merodeaban los en derredores como felinos entre las sombras buscando... simplemente buscando. Se acuclilló próximo a un lugar donde el sonido de unas voces extranjeras amenazaban. Escuchó también justo al lado de su oído, un percutor, que le hizo pensar que su suerte se había agotado y que de sus bolsillos, todas las vidas de gato se le habían caído por ahí. Tembló mientras giraba su cabeza y encontró a uno que con el índice en la boca le exigía silencio. Fernando suspiró aliviado al verlo vestido de civil. Este hizo unas señas con el brazo y las sombras cobraban vida y avanzaban por distintos lares. Las voces se acallaron debido a disparos que les caían encima, el hombre sacó de su cintura un arma y se la dio a Fernando que sonriendo y agachando su cabeza, agradecía. Se echó a correr contra los uniformados, y a fuerza de balazos y con la ayuda de la parca caían hasta no quedar ni uno con vida. Llegó entonces la tensa paz del cese de fuego, y de la muerte.
-Qué está pasando?- preguntó Fernando.
-La O.M.N. decidió intervenir.- Fernando sonrió feliz ante el otro que lo miraba consternado con una rabia cuasihistérica.-... de qué mierda te reís, te parece gracioso todo ésto?
-No lo entendés, no? Esto nos va ayudar.
-Sí, claro. -Un hombrecillo se acercó a Fernando mirándolo como quien mira reconociendo.
-Perdón, yo a usted lo conozco.- Fernando lo miró a José sin reconocerlo. El otro preparó el percutor apuntando a Fernando por si las moscas.
-Quién es?
-Amigo- dijo José.- amigo de la casa...- Fernando hizo el esfuerzo por recordar, pero claro, tantas gentes, tantos tiempos habían pasado.
-De dónde?
-Yo trabajaba en un bar del centro de encargado...
-El bar de Colifa?- preguntó Fernando sonriente feliz. José se puso a reír a carcajada limpia y a los gritos comenzó a llamar a todo ese grupejo rebelde.
-Este señor... es el señor Fernando Llorente- gritó contento cuando se vio rodeado por todos.
-Imposible, Fernando Llorente ha muerto.
-Pues el señor aquí presente nos demuestra lo contrario.- Los hombres intercambiaban las miradas como figuritas repetidas.
-No puede ser, él era más alto.
-Y más fuerte...
-Y además estaba loco.
-Señores, aunque les cueste creerlo, esta miseria de ser humano que tienen frente a sus ojos, es Fernando Llorente.- Fernando los miraba a todos sonriéndose. Todos alzaron sus manos y sus armas loando a Fernando.
-Creo que quedarnos más tiempo acá puede llegar a ser peligroso. Recojan las armas que encuentren.- Cada quién empezó con la tarea. Fernando en cambio comenzó a desnudar primero a los soldados muertos y luego los iba echando de a uno a las fosas que habían sido paridas por las continuas explosiones.
-Qué estás haciendo?- le preguntó José.
-Los voy a enterrar y con ésto...- dijo señalando hacia la ropa que iba cayendo en el suelo.-... con ésto nos vamos a disfrazar...- Los hombres miraban confundidos a Fernando que cambiaba de ropa sentándose en el suelo.- Vamos hacia el centro- les dijo. Los hombres, una vez que dejaron sus ropas y las cambiaron por los uniformes se formaron en fila y avanzaban por entre las calles. Tanques y escuadrones les pasaban por al lado, parecían intranquilos y en retirada.
-Después dicen que la tele no sirve para nada.- comentó José sonriendo mientras en un mar rosa de olas blancas se encaminaban al centro mismo de la Ciudad Capital sin que nadie sospeche nada. Se asombraron al ver que el cielo se iluminaba de verde algunos minutos, y más luego, el verde volvía a ser negro de noche sin luna. Tragaron saliva con miedo y siguieron en silencio, marchando.

LVIII

Las balas atravesaban las paredes y rompían los cristales en mil pedazos mil. Las paredes que sostenían el techo parecían temblar y hacerse cada vez más inseguras, en cada silencio se asomaba y disparaba hacia un escuadrón de soldados. Sacó la piedrita de su bolsillo y la miró sonriente.
-Sé que te voy a encontrar.- le dijo a su piedrita que verde refulgía, se la pegó al cachete y sonrió, del techo lluvia de yeso caía regando el suelo infértil. Se asomó por la ventana y disparó otro par de veces, se volvió a agachar y sintió el hombro mojado, se tocó con las yemas de sus dedos el húmedo lugar y vio sus yemas coloridas, coloreadas, coloradas de sangre. Se miró entonces y se vio el agujero que una bala le había provocado, resopló aburrido.
-Otra más- dijo meneando la cabeza de un lado a otro, se metió un dedo adentro del agujero apretando apenas y la herida dejó de sangrar.
El techo comenzaba a hundirse, una granada entró por una ventana, de un salto se metió tras un sillón justo a tiempo, algunos metros más allá la granada explotó derribando el techo de la casa y también a sus paredes; sintió el peso de la casa que le había caído encima y se puso de muy mal humor. Salió de entre los escombros de un salto y cayó encima de cuatro hombres que murieron entre el suelo y la bestia, cinco hombres le apuntaron con sus armas que titubeaban tanto como ellos, Elbéstides tomo a uno de los aplastados de los pelos y lo empezó a revolear como pañuelo por encima de su cabeza, los borceguíes del aplastado soldado, golpeaban los rostros de los que le apuntaban rodeándolo, cada uno caía inconsciente, tal vez muerto. Un tanque aparecía calle arriba disparando hacia Elbéstides, los disparos caían cerca de él que avanzaba furioso hacia el tanque, la onda expansiva de las explosiones apenas le despeinaban el jopo. Tomó al tanque por su cañón y lo levantó de a poco haciendo algo de fuerza. La escotilla se abrió y soldados rosas salían huyendo gritando aterrorizados. Golpeó el tanque aquí y allá, giró su cuerpo con el tanque agarrado por sus dos manazas, y lo arrojó como atleta olímpico arroja la bala. Volvió hacia la casa derruida y comenzó a sacar los escombros de a uno. Buscaba su piedrita. Corría las paredes y puteaba a los gritos. No escuchó ni vio a otro escuadrón de hombres que llegaba y le disparaba a mansalva en todo el cuerpo. Las balas le penetraban por cada uno de los rincones, se volvió hacia los hombres que le disparaban y empezó a repartir muertes y sopapos para todos lados, los golpeaba con todo el cuerpo y con toda la fuerza, se veía lleno de sangre pero no le interesaba de quién fuera. Más soldados iban llegando disparándole desde lejos y el hombre no flaqueaba, la sangre de él volaba cada vez que las balas le ingresaban después de romperle la piel. Cientos de hombres habían disparándole, Elbéstides seguía luchando, llevándose vidas como la muerte misma. Sin ningún tipo de tapujo, sin ningún rencor. Se sentía mareado, las piernas le flaqueaban y pocos sonidos percibía, tan sólo escuchaba los disparos que al ser tantos parecía ser tan sólo uno, volvió hacia la casa derrumbada y comenzó a tirarles con piedras, escombros y cascotes que surcaban el aire y se les hundían en la carne o les atravesaban. Recogiendo cascotes encontró la piedrita y la besó con harto cariño, la piedrita comenzó a refulgir más y más, expandiendo un halo verde que verdemente iluminaba. Los soldados apenas podían ver a Elbéstides que sonreía sosteniendo la piedrita en la mano, la luz era intensa, tan intensa era que los obligaba a cerrar sus párpados. Algunos se tomaban los ojos de dolor ya que sentían haber perdido la vista y más tarde los ojos le sangraban para después reventarles las cabezas como si tuviesen una bomba de tiempo adentro. Llegaron más soldados entonces con protectores en los ojos, divisando entre aquel verde fulgor a ese hombre que sostenía en su mano a esa piedrita que brillaba más que el sol, tanto como la muerte, menos que su Esperanza. Dispararon, dispararon más aún contra él. Las balas le seguían ingresando por todo el cuerpo y él aún se mantenía en pie, agachándose, arrojando más piedras. La luz dejó de refulgir verde y extraña, para quedar opaca dentro de la palma de Elbéstides que de pie y en silenciosa soledad comenzaba a tambalearse de atrás hacia adelante, de adelante hacia atrás, más de mil quinientos cadáveres lo rodeaban, tanques destrozados, agujereados como queso humeaban olor a carne humana cocida. Respiraba con dificultad sintiéndose cansado.
Nunca en toda su vida se había sentido de esta forma, todo el cuerpo le pesaba y un algo había que quería salírsele de adentro hacia afuera. Con pasos pesados comenzó a caminar sin saber siquiera dónde iba, sus ojos ya no miraban, caminaba guiado por la risa de su amada Esperanza que reía como ella solía hacerlo, caminaba entre humos y fuegos que parecían querer ser parte del profundo cielo oscuro que azotaba a la República, sin luna, sin estrellas, noche ciega y silenciosa donde sólo la risa de Esperanza escuchaba dentro de sus oídos. Caminó desafiando a la muerte en cada esquina, deshaciéndose sin saberlo de más tropas, de más tanques. Caminaba hacia la risa que provenía de quién sabe dónde. Llegó hasta una casa derruida, allá al norte de la Ciudad Capital casi en ruinas aún en llamas, allí cerca del riacho contaminado, y se quedó parado allí, sin saberlo, sobre lo que alguna vez fue su casita, la de él y la de su dulce Esperanza que renacía en sus brazos y le besaba los labios con amargo sabor y dulce sentimiento.
-Chiquita, pensé que no te iba a ver nunca más- le dijo sonriendo.
-Cómo pudiste pensar que yo te iba a dejar?
-Mirá- dijo Elbéstides abriendo la mano- Tengo la piedrita todavía.- la mostraba orgulloso sonriendo más grande, bruto y lindo.
-Sí, veo que la cuidaste tanto como me cuidás a mí.- le dijo contenta.
-Qué otra cosa esperabas?- sonrió más grande, más lindo y menos bruto.
-Ya no espero nada, todo lo que quiero lo tengo ahora entre mis brazos.